II. LA ROMANIDAD COMO MODELO
Se acostumbra a buscar lo que es propio de Europa. Lo que le es propio debe singularizarla en relación con lo que no es ella y, por ello, reunir todo lo que la compone, distinguiéndola de cuanto le es ajeno y no entra en su fórmula original. Lo que es propio de Europa debe, pues, constituir su unidad; y es la aceptación común de eso propio la que ha de permitir fundamentarse a la unidad europea. Ahora bien, esta relación de Europa con lo que le es propio entraña en sí misma una paradoja.
Un doble propio
En efecto, cuando uno se pregunta por lo que es propio de Europa y por lo que se espera que garantice su unidad cultural, se observa que, no sin alguna ironía, la cuestión de la unidad recibe una doble respuesta. Lo que constituye la unidad de Europa no es la presencia en ella de un único elemento, sino de dos. Su cultura remite a dos elementos irreductibles entre sí. Estos dos elementos son, por una parte, la tradición judía y luego cristiana y, por otra, la tradición del paganismo antiguo. Para simbolizar cada una de estas corrientes con un nombre propio, se han podido proponer Atenas y Jerusalén25. Esta oposición se funda en la de lo judío y lo griego, tomada de san Pablo26. Es formulada después por Tertuliano, en el marco de una polémica contra la filosofía griega27. Y es luego hecha laica y sistematizada, en época bastante reciente, bajo nombres variados: «heleno y nazareno» en Heine28, «aticismo y judaísmo» en S. D. Luzzatto29, y después «hebraísmo y helenismo» en Matthew Arnold30. Recibe, en fin, las dimensiones de un conflicto entre dos visiones del mundo en el libro de León Chestov, que la elige como título31.
Se ha pretendido aislar el contenido propio de cada uno de esos dos elementos. Las maneras de hacerlo pueden variar: se puede oponer Atenas a Jerusalén como la religión de la belleza a la de la obediencia, como la estética a la ética, o aun como la razón a la fe, la investigación autónoma a la tradición, etc.32. En todos los casos se ha hecho de la diferencia una polaridad y se ha buscado la esencia de cada uno de los dos elementos en lo que le opone más radicalmente al otro. La tensión llega a ser entonces un doloroso desgarro en la unidad de la cultura europea. Nada es entonces más tentador que intentar reservar el sitio de antepasado legítimo a uno de los dos elementos, mientras se rechaza pura y simplemente al otro como si no fuera más que adventicio. Sin embargo, son losdos elementos los que hacen vivir a Europa, por el propio dinamismo que mantiene su tensión. Esta idea de un conflicto fecundo y hasta constitutivo ha sido, en fecha reciente, noblemente defendida por L. Strauss33.
El tercer término: lo romano
En todas estas tentativas muy a menudo no se tiene en cuenta un tercer término. Ahora bien, ese tercer término es justamente el que me parece que suministra el mejor paradigma para establecer la relación de Europa con lo que tiene de propio. Se trata de la última de las tres lenguas (y las lenguas, como es sabido, son más que lingüística) que han cobrado un valor ejemplar por el hecho de haber nombrado del modo más justo, en el cartel que Pilatos fijó en la cruz, a Quien colgaba de ella: el latín, o, mejor, como dice el evangelista, el «romano» (Jn 19,20).
Propongo, pues, como tesis:Europa no es solo griega ni solo hebraica, ni siquiera greco-hebraica. Es también decididamente romana. «Atenas y Jerusalén», ciertamente; pero también Roma34. No quiero acentuar con esto, lo digo una vez más, la