«De la incapacidad para evitar meterse en camisas de once varas, del afán excesivo por lo nuevo y el desprecio por lo antiguo, de poner el conocimiento por delante de la sabiduría, la ciencia por delante del arte y el ingenio por delante del sentido común, de tratar a los pacientes como casos y de hacer que la curación de las enfermedades sea más dolorosa que soportarla, líbranos, Señor».
SIR ROBERT HUTCHISON (1871-1960),
«The Physician’s Prayer»
Siempre he pensado que esta oración del médico, cambiando «pacientes» por «votantes», podría ser igualmente la oración del político. Porque los políticos también tienen en sus manos la vida de las personas. Esto es muy evidente cuando gobiernan en tiempo de guerra, pero no solo entonces. Los políticos, y especialmente los jefes de Estado y de Gobierno, toman muchas decisiones que tienen consecuencias trascendentes en la vida de la gente que gobiernan e incluso, en los casos más extremos, pueden ser cuestión de vida o muerte. Hutchison ruega que los médicos recuerden que su primera obligación es no empeorar las cosas, lo cual tiene importancia cuando es tan frecuente la dolencia iatrogénica. Es asimismo deber del político intervenir solo cuando hay probabilidades de que la intervención mejore elstatu quo y resistirse a la exigencia de actuar por actuar. La famosa observación de Bismarck según la cual la política es el arte de lo posible expresa la misma idea de que la ambición tiene que ir acompañada de modestia. Tanto para políticos como para médicos, la competencia y la capacidad de hacer juicios realistas acerca de lo que pueden y no pueden lograr son atributos esenciales. Todo lo que empañe ese juicio puede hacer un daño considerable.
La interrelación entre políticos y médicos, entre política y medicina, me ha fascinado durante toda mi vida como adulto. Sin duda, mis antecedentes como médico y como político han alimentado mi interés y han determinado mi punto de vista. Me han interesado en particular las consecuencias de la enfermedad en jefes de Estado y de Gobierno a lo largo de la historia. Estas dolencias suscitan muchas cuestiones relevantes: su influencia sobre la toma de decisiones, los peligros que conlleva el mantener en secreto la dolencia; la dificultad para destituir a los dirigentes enfermos, tanto en las democracias como en las dictaduras, y, no menos que todo esto, la responsabilidad que las afecciones de los altos dirigentes hacen recaer sobre sus médicos. ¿Deben estos lealtad exclusiva a su paciente, como sucedería normalmente, o tienen la obligación de tener en cuenta la salud política de su país?
Durante generaciones, ha habido muchos miembros de mi familia que han sido médicos o han trabajado en profesiones relacionadas con la medicina. También han sido muchos los que se han dedicado a la política, sobre todo en el ámbito local, y algunos han llegado a ocuparse de ambas cosas. Tal vez sea esta la razón de que me pareciera normal que medicina y política hayan ido de la mano en mi vida con toda naturalidad. Aunque a veces la medicina ha quedado desplazada por la política, mi amor por ella nunca se ha debilitado. Incluso cuando fui ministro de Asuntos Exteriores me seguía definiendo en los documentos oficiales, con cierta pedantería, como un profesional de la medicina; de un modo u otro la carrera política era para mí algo temporal. Desde luego, nunca consideré la política como una profesión. Vivía entre unas elecciones generales y otras sin estar nunca seguro de si iba a ser reelegido para ocupar el escaño de mi distrito de Plymouth, muy marginal. Sin embargo, acabé por ser el miembro del Parlamento que más tiempo estuvo en el cargo: renuncié en 1992 después de veintiséis años en la Cámara de los Comunes.
Mi vida entre la medicina y la política empezó cuando me presenté por primera vez como candidato al Parlamento en 1962, siendo un simple médico subalterno del St. Thomas’ Hospital, situado a la orilla del Támesis, en Londres, justo frente al Palacio de Westminster. En cierto modo, la medicina me llevó a la política. En 1959, todavía estudiante de medicina, me había afiliado al Partido Laborista al ver la pobreza y la infravivienda de la zona del sur de Londres a la que atiende el St. Thomas. Tratábamos a los pacientes de sus enfermedades, pero luego volvían a los mismos pisos húmedos y atestados y muy pronto estaban de nuevo en el hospital. Nada más terminar la carrera de Medicina, en 1962, me pidieron que me presentara para ser el candidato laborista de una extensa circunscripción rural, un escaño que el laborismo no podía ganar. Nunca he entendido por qué di este paso, pero creo que fue porque no quería convertirme en lo que yo mismo denominaba un «vegetal médico», alguien obsesionado por la medicina. Había visto que los de mi misma edad, en cuanto obtenían la licenciatura, se ensimismaban por completo en los asuntos médicos, en detrimento de muchos otros aspectos de la vida; dejaban de leer los periódicos y no encontraban tiempo para escuchar la radio ni para ver la televisión.
Cuando llegó el momento de disputar las elecciones generales de 1964, me tomé unas vacaciones sin sueldo de tres semanas. Conseguí los votos justos para no perder el derecho a un depósito financiero. A mi regreso al hospital, la política pasó a un segundo plano y me