CAPÍTULO2
La princesita y el «Código Real»
La princesita paseaba por el estrecho y sinuoso sendero del jardín del palacio, intentando sostener una cesta en la que llevaba tres pequeños tiestos de hermosas rosas rojas, una paleta, unos fertilizantes, unos guantes de jardinería, una pequeña regadera y una gran toalla de lino del palacio. A su paso, los capullos de rosas y las flores de diversos colores, brillantes, rosas, blancas y amarillas, abrían sus nuevos pétalos hacia el sol con gran delicadeza, y su perfume llegaba hasta las copas de los árboles. Su alegre corazón cantaba mientras de rodillas colocaba la toalla junto a un montón de tierra ya preparada para ser plantada. El jardinero de palacio le había enseñado muy bien su oficio y sabía cuál era su tarea. Y así lo hizo sin mancharse apenas su blanco delantal.
Era tal la dulzura de su canto que, antes de colocar la primera planta en la tierra, los pájaros de los árboles, sintiéndose atraídos, se atrevieron a cantar al unísono con ella.
Una vez terminada su labor, regresó a palacio seguida por los pájaros mientras invadía con su melodía el vestíbulo real.
Era tan grande la algarabía y el gorjeo, que la princesita no oyó al rey que salía por una puerta cercana al enorme vestíbulo.
—Victoria –dijo con tono de enfado mientras se dirigía hacia ella–, deja de armar tanto alboroto ahora mismo. ¿No hemos hablado ya muchas veces de ello? ¡Es que no me escuchas!
La princesita se quedó paralizada ante la súbita presencia del rey.
—Lo siento, papá –dijo con gran nerviosismo elevando la voz por encima del gorjeo y del trino de los pájaros–, lamento que mi canto sea…
—Para los pájaros –le contestó–. Y muy bien pueden dar fe de ello esas infernales criaturas que se posan en el suelo y vuelan de acá para allá, saliendo y entrando por las ventanas del palacio y causando un gran alboroto cada vez que comienzas a cantar esas tonterías. –Sacudió los brazos para ahuyentar a los pájaros–. ¡Sácalos de aquí de una vez! Estoy reunido con los dignatarios extranjeros y no podemos hablar con todo este alboroto al que tú llamas canto.
—Sí, papá –contestó la princesita a la vez que intentaba por todos los medios no parecer abatida por este golpe mortal, pues sabía muy bien lo que podía pasar si se alteraba delante de cualquier persona, sobre todo de su padre.
Satisfecho, el rey dio media vuelta y al tiempo que se disponía a desaparecer por la misma puerta por la que había venido, apareció Timothy Vandenberg III que, ladrando con gran furia, se cruzó en su camino y estuvo a punto de derribarlo.
—¡Guardia –gritó el rey–, saquen a este chucho del palacio y asegúrense de que no vuelva!
—¡No, no papá! ¡Timothy no! ¡Que no se lo lleven, por favor!
—No es más que un estorbo, Victoria. –Se volvió al guardia y señalando la puerta, continuó–: El perro debe irse.
El guardia siguió a Timothy Vandenberg III que intentó escabullirse corriendo de un lado a otro, pero en el instante en el que el guardia lo iba a alcanzar, Timothy tropezó con un pedestal de alabastro y tiró al suelo de mármol un jarrón de her