: Luis Roso
: Aguacero
: Editorial Alrevés
: 9788419615435
: Narrativa
: 1
: CHF 6.30
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 380
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Varios crímenes atroces han conmocionado al pequeño pueblo de Las Angustias, en la sierra madrileña, y el gobierno de la nación decide enviar a un inspector de policía desde la capital para que colabore con la Guardia Civil y las autoridades locales en su resolución, ya que se teme que el asunto pueda complicarse y terminar afectando a la imagen de paz que desea transmitir el régimen de Franco.    Con la construcción de un pantano como telón de fondo, y la lluvia cayendo de modo inmisericorde, el inspector Ernesto Trevejo -acompañado de un joven guardia civil de nombre Aparecido, con el que formará una original pareja de investigación- se verá envuelto en una maraña de odios y secretos en la España rural de 1955. Y por más que intente evitarlo, no le quedará otra que mojarse si quiere averiguar lo que sucede. 

Luis Roso (Moraleja, Cáceres, 1988) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y en Filología Inglesa por la Universidad Autónoma de Barcelona, así como comisario del festival de novela Gata Negra, que se celebra cada verano en la Sierra de Gata (Extremadura). En su palmarés se cuentan el Premio de Narrativa Ciutat de Vila-real por Durante la nevada (Alrevés, 2020), y el Premio Tuber Melanosporum a la mejor novela negra novel de 2016, otorgado por el festival Morella Negra, que ganó justamente con su primera novela, Aguacero, que ahora publica la editorial Alrevés. Su anterior libro, El crimen de Malladas: Por vuestra boca muerta (Alrevés, 2022), fue nominado al Premio Rodolfo Walsh a la mejor obra de no ficción de género negro por la Semana Negra de Gijón, y seleccionado entre las mejores novelas negras de 2022 para El País.

1


Recuerdo que la mañana del diecisiete de enero de aquel año 1955 me desperté junto a la marquesita en su apartamento de la calle San Bernardo, y que me levanté, como de costumbre, muy temprano, a eso de las seis, para salir del edificio antes de que se levantaran los vecinos.

—Te tienes que ir ya. —Celia apareció cubierta con un albornoz granate que dejaba vislumbrar el sensual contorno de su cuerpo, y se estribó en el marco de la puerta de aquel salón repleto de muebles de nogal y cerámicas de colores.

—¿Es una orden? —pregunté, al tiempo que daba una calada del cigarrillo con cuidado de no dejar residuos de ceniza sobre el sofá.

—Es un consejo, por el aprecio que te tengo —respondió—. O una advertencia considerada.

—O una amenaza —añadí, poniéndome en pie y apurando el cigarro antes de tirar la colilla por la puerta entreabierta del balcón.

—Cada día te tomas más confianzas.

—Cada día me trae todo más al fresco, mejor dicho.

—¿También yo te traigo al fresco?

—También tú, sí. A ratos.

Me abroché los tirantes y me alisé la camisa, en el exterior de cuyo bolsillo izquierdo colgaba una insignia con el yugo y las flechas, reliquia de mi breve paso por el Frente de Juventudes. La conservaba ya que me servía para mantener vivas viejas amistades y como llave para acceder a ciertos ambientes que de otro modo me estarían vedados, y en los que me convenía entrar ocasionalmente por motivos profesionales. Eso sí, cuando las circunstancias lo exigían, no tenía reparos en guardar la insignia en el interior del bolsillo y conjurar contra mis antiguos camaradas del Movimiento. Por aquel entonces, en España primaba la supervivencia del más ecléctico. Lo suyo era saber adaptarse según vinieran dadas, no mostrar nunca tus cartas o tus ideas antes de tiempo, o acaso no mostrarlas nunca. Ser una cosa o su contraria según quién te convidara al café.

—No sé cómo te sigo aguantando —murmuró ella, mientras yo me enfundaba en el abrigo.

—Me aguantas porque no te queda otra, porque necesitas que alguien te dé lo que el señorito no te da —repuse yo, ajustándome el sombrero.

El señorito era un conocido aristócrata sesentón, compañero de montería de empresarios y ministros, quien, a cambio de un par de encuentros furtivos al mes y fidelidad absoluta, pagaba gustosamente los caprichos y el alquiler del apartamento de la marquesita.

—Al menos el señorito, como tú lo llamas, no es un impertinente ni un maleducado.

—No, eso no. A él educación no le ha faltado nunca, que para eso le pagaron sus estudios. Pero le falta otra cosa que tú sabes, al señor marqués del Rabocorto.

Celia sonrió maliciosa y caminó descalza sobre el parqué del salón hasta mi lado. Me besó en la mejilla y yo le palmeé las nalgas.

—¿Hasta cuándo? —me preguntó.

—Hasta cuando tú me digas —respondí, dirigiéndome a la salida—. O hasta que el señorito nos deje.

Mi relación con Celia estaba indefectiblemente condenada al fracaso. Ambos lo sabíamos. Ella era una pueblerina con pretensiones empeñada en alcanzar los escalones más altos de la sociedad, aunque fuera trepando por la barandilla. Yo, en cambio, no tenía más ambición que subsistir con relativo desahogo hasta el fin de mis días. Era un funcionario enquistado forzosamente, por falta de medios y padrinos, en mi puesto de trabajo: inspector de primera de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía. Yo ya había tocado mi techo, ella aún buscaba el suyo. En nuestra despedida definitiva ninguno de los dos derramaría una sola lágrima, estaba convencido de ello.

—Cuídate —me dijo, y yo le guiñé un ojo desde el rellano.

En el p