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EL VIAJE
Si estás leyendo estas páginas, es que han pasado muchas cosas. Pero no las suficientes. Entre las cosas que han sucedido se encontrará, sin duda, mi muerte, la cual no tiene mérito siendo, como soy, un viejo. Pero esta muerte –la mía– es la única responsable de que estas hojas estén en tus manos por voluntad del difunto, que soy yo, que en paz descanse. He guardado con cautela cuanto aquí se cuenta en espera de que el mundo mereciera tal confesión. No ha podido ser, y dado que todavía eres un niño, aún hay esperanza. Confío en ti. Si crees que no debo hacerlo, te ruego que no sigas leyendo y destruyas estos papeles. Al fin y al cabo, tan solo soy el viejo tío Daniel y ya ni siquiera eso. Ahora soy simplemente un muerto más.
Tienes la misma edad que tenía yo en el año1942cuando me subí a aquel barco de refugiados, con un futuro incierto, separándome de lo único que conocía hasta entonces. Me esperaba un puerto: Nueva York. Y una pariente: Helena Zdenka. Mi querida tía Elka, entonces una imagen sonriente, color sepia, que guardaba en el bolsillo de la camisa y que a cada rato palpaba para comprobar que no la había perdido.
Tal vez por eso, porque tenemos la misma edad –yo, el niño de entonces que revivirá en estas páginas, y tú, que las estás leyendo–, pueda confiarte lo que sucedió y cómo, por cuestiones del azar, este secreto que voy a desvelarte vino a caer en mis manos. Ahora, las tuyas.
Por una serie de acontecimientos difíciles de resumir, llegué a Casablanca a mediados de mayo de 1942, con un grupo de niños españoles, en espera de subir al barcoSerpa Pintocon destino a Nueva York. Mi tío Vanja consiguió arreglar mis papeles para que huyera de la guerra que azotaba toda Europa gracias a su amistad con el cuáquero William Fox, al que conoció en los avatares de su inquieta vida. Tan solo recuerdo de aquel hombre que era muy alto y que usaba una espesa perilla que se unía a ambos lados de la cara a su corto y oscuro pelo, dándole un extraño aspecto de hombre lobo que sus maneras suavizaban. Llevaba siempre puesto un peculiar sombrero negro y hablaba con una extremada delicadeza. Mi tío Vanja, que por el contrario era bajito y nervioso, no sabía cómo agradecer a William Fox su generosa ayuda y se mostraba con él emocionado, golpeándole la espalda a cada rato y enjugándose los ojos pequeños y enrojecidos.
Encontrar un pasaje y arreglar los visados para ir a Estados Unidos era muy difícil en aquellos años de guerra, en que aquel poderoso país había rebajado la cuota de inmigrantes y solo tres compañías navieras de países neutrales seguían haciendo las rutas por el océano Atlántico, atestado de submarinos alemanes. Sin la intermediación de William Fox para que pudiera viajar bajo los auspicios del Comité Estadounidense para el Cuidado de los Niños Europeos, habría sido imposible aquella travesía que cambió mi vida y que es la responsable de que yo ahora, setenta años después, escriba estas páginas con el secreto que tan obstinadamente he guardado.
William Fox y mi tío Vanja se despidieron de mí en el puerto de Marsella. Mi tío me abrazó nerviosamente y yo sentí sus brazos carnosos y la aspiración intermitente, como de asmático, agravada por la angustia de la despedida y la incertidumbre de nuestro futuro: el mío,