: Santiago Castellanos
: Rey de los Godos
: Edhasa
: 9788435049344
: 1
: CHF 10.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 432
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Teoletum, siglo VII. Sergio mira hacia atrás, hacia su pasado. Son muchas las cosas vividas y los hechos por los que ha transcurrido su existencia: el aseinatos de Agila, las guerras civiles entre los godos, las querellas religiosas, el ascenso al trono de Leovigildo, cuya ingente obra política sigue aún viva... y la formación de Hispania. Desde que guarda memorias, desde aquel día que entró en el monasterio de Santa Eulalia, en su Emérita natal, su mundo ha dado un vuelco. Él, que se inició como puer al servicio de Dios, marchó luego con Recaredo, rex gothorum, como consejero, muñidor de las entretelas y tejemanejes de la gran partida por el poder del reino. Y ahora, a resguardo de los años y el frío en el complejo palatino de la capital, sabe que debe dar cuenta de todo. Han sido tiempos de luchas y traiciones, disputas y negociaciones, pero también de recelos, amistades y amores perdidos. Rey de los godos es la historia de Sergio y, con ella, la de los convulsos años que decidieron el futuro de lo que fuera la Hispania romana, una tierra peligrosa en la que imperan el caos y la batalla, donde las ambiciones y el ansia de poder chocan con el amor y las pasiones. Santiago Castellanos nos adentra, con una narrativa ágil, a la vez poderosa y con rigor histórico, en un mundo repleto de amarguras, esperanzas, anhelos y aventuras que dio lugar a uno de los episodios más decisivos de la historia de Occidente. Es, en definitiva, una simbiosis perfecta entre historia y literatura en un periodo que hoy diía nos sigue sorprendiendo.

Santiago Castellanos (Logroño, 1971) es profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de León. Doctor en Historia por la Universidad de Salamanca, ha sido Visiting Scholar invitado en la Universidad de Oxford y profesor de investigación por la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. Como historiador, ha dirigido varios proyectos de investigación del Ministerio de Educación y del de Economía, analizando los cambios en el ocaso del Imperio romano y la Hispania visigoda; ha publicado en revistas científicas, como Journal of Early Christian Studies, Early Medieval Europe o Historical Research, entre otras, ha impartido decenas de conferencias en diversos países del mundo y es autor de capítulos en obras colectivas en algunas de las editoriales internacionales más relevantes. Entre sus ensayos, cabe mencionar En el final de Roma (Marcial Pons, 2013), Constantino. Crear un emperador (Sílex, 2010) o Los Godos y la Cruz (Alianza Editorial, 2007), sobre la conversión del reino visigodo al catolicismo. Sus últimos libros académicos son Los visigodos (Síntesis, Madrid, 2018), Diocleciano y la Gran Persecución (RBA-Gredos, 2018, con edición en Italia, 2019), y The Visigothic Kingdom in Iberia (University of Pennsylvania Press, 2020). Inmerso en la Historia, otra de sus grandes pasiones es la novela, género al que pertenecen obras como Gothia. Muerte en Barcinona o El libro de los crímenes (todas ellas en Ediciones B). Esta Rey de los godos (Edhasa, 2023) es su última novela, y sin duda lo consagra entre los grandes del género de la narrativa histórica en nuestro país.

4

Y entonces lloré. Compulsivamente, sin consuelo. Los campesinos, a mis pies, con los ganados y en los campos, fueron testigos mudos de mis lágrimas. Las teselas se mostraban indiferentes a mi amargura.

Cuando nos dan una mala noticia, tendemos a agarrarnos a la última esperanza. Y, cuando ésta cae, cuando tenemos la certeza absoluta de lo definitivo, de que no hay vuelta atrás, nos hundimos. Y eso es lo que, de repente, me ocurrió. Me rompí.

Sabiniano se acercó con pasos temblorosos a la puerta y ordenó a los dos monjes que me acompañaran. En el patio nos rodeó el habitual trasiego matinal: monjes de un lado a otro se abrían paso entre ganaderos y hortelanos que colocaban sus productos. Aunque, angustiado como iba, de poco me daba cuenta yo.

–No te preocupes, chico. Te llevamos hasta los barracones de los demáspueri, los chicos de tu edad –dijo uno de los monjes al ver que me secaba las lágrimas con la manga de mi túnica parda y ajada–. Debes entrar tú solo. Mira, es allí. Ellos te dirán lo que debes hacer. –Señaló con el dedo índice hacia un edificio alargado, de aspecto modesto, con paredes de adobe, situado en el extremo opuesto del patio.

Tragué saliva. Ya no me quedaba lágrima alguna. Me volví para preguntarles qué debía decir una vez dentro de los barracones, pero ya no estaban conmigo, sino que entraban de nuevo en la sala del mosaico. Sentí, repentinamente, como una losa, la orfandad y el abandono sobre mí.

Aterrorizado, temblaba de camino a la puerta, cuando me di cuenta de que cuatro chavales de mi edad no me quitaban el ojo de encima. Sus semblantes eran aparentemente afables, y sonreían como diciéndome: «No te apures, eres nuevo, pero aquí todo te irá bien». Al momento, sin embargo, cambié de idea, y me temí una paliza al leer en sus rostros: «Tranquilo, no te vamos a machacar».

Ellos debieron intuir mis pensamientos.

–No te molestes en mirar hacia atrás, y tampoco en esperar –dijo uno de los cuatro, de gordura desbordante, pelo muy corto y con unas manchas oscuras y redondeadas en la cara.

No contesté. Intenté reprimir las lágrimas y el impulso de orinarme encima. Pero no pude. Afortunadamente, fue una meada muy leve, apenas perceptible desde fuera.

Su compañero, de estatura sorprendentemente escasa a pesar de que parecía de la misma edad, tomó la palabra para pronunciar las palabras que yo tanto temía:

–No va a volver.

Lo miré con resignación. Su aspecto, además de por ser tan bajo, resultaba aún más extraño gracias a unos picos peculiares en el cabello en la parte alta de la cabeza.

Sus palabras terminaron de machacar mi ánimo. Para mi propia sorpresa, noté el impulso de orinarme encima. Ruborizado, junté las piernas, pero sentía el pis ya en mis pantorrillas. Fue leve, apenas perceptible, pero la túnica era demasiado corta, y los cuatro se miraron entre sí.

El pequeñajo señaló con el dedo, pegando con el codo al que tenía a su derecha. Era este último un tipo fuerte, con un pecho que parecía querer salirse de la túnica, aunque menos alto que el famélico que lo había recibido en el portón, que ganaba ampliamente a los otros tres en altura.

Por mi carácter retraído, yo estaba curtido en el sacrosanto asunto de las burlas y de las batallas infantiles. Supe que habría una algazara previa a las ofensas y las mofas, y me preparé para lo peor.

Pero nada de eso se produjo.

Solamente se escuchó la voz sedosa y cálida del chico enclenque, acorde con el tono rubio de sus cabellos y de su tez asombrosamente blanca.

–No te preocupes. Es normal. Acompáñanos, vamos a los barracones. Los de nuestra edad tenemos asignada la zona meridional. Los adultos y los ancianos quedan al norte, por el calor, que aquí dura muchos meses, ¿sabes? ¡Bueno, qué tonterías digo! Tú vienes de losvici del otro lado del río y estás acostumbrado. Aquí se sabe todo. –El muchacho se puso la mano derecha sobre la frente, como reconociendo que acababa de decir algo superfluo, aunque, a todas luces, exageraba sus ademanes–. Te enseñaremos tu camastro. Será tu hogar para, digamos, los próximos meses. ¡Ah, por cierto! Me llamo Antestio. Y ellos son Lauco, Gelio y Draconcio. –Señaló, respectivamente, al gordo con manchas en la cara, al pequeñajo de pelo picudo y al fortachón de pecho fornido.

Cruzamos el patio a paso ligero. A m