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La caída de una lámpara
Hasta el día de hoy nadie sabe con exactitud qué sucedió en Selamon aquella noche de abril del año 1621, solo que una lámpara cayó al suelo en el edificio donde se alojaba el funcionario holandés Martijn Sonck.
Selamon es una aldea en el archipiélago de Banda, una pequeña agrupación de islas en el extremo sureste del océano Índico.[1]La localidad se encuentra en la punta norte de la isla de Lontor,que en ocasiones también se denomina Gran Banda (Banda Besar)por ser la mayor del conjunto.[2]«Gran» es un adjetivo algo exagerado para una isla de cuatro kilómetros de largo y poco menos de un kilómetro de ancho, pero su tamaño no es precisamente insignificante en un archipiélago tan diminuto que en la mayoría delos mapas se representa con una serie de puntitos.[3]
Sin embargo, aquí tenemos a Martijn Sonck el 21 de abril de 1621,a medio planeta de su tierra natal, en elbale-bale, o salón de reuniones, de Selamon, que ha confiscado para su propio disfrute y el de sus consejeros.[4]Sonck también ha tomado la mezquita más venerable del asentamiento: «una hermosa institución» construida en piedra blanca, de interior limpio y ventilado, con dos grandes tinas a la puerta para que los congregantes se laven los pies antes de entrar. Los ancianos de la aldea no han aceptado de buen grado la ocupación de su templo, pero Sonck ha rechazado sus protestas con brusquedad y les ha dicho que tienen muchos otros lugares para practicar su religión.
Esto concuerda con todo lo demás que ha hecho Sonck en el poco tiempo que lleva en la isla de Lontor. Se ha apoderado de las mejores casas para sus tropas y ha enviado a sus soldados a pulular por el pueblo, aterrorizando a sus habitantes. No obstante, estas no son más que medidas preliminares para sentar las bases de su verdadero objetivo: Sonck ha llegado a Selamon con la orden de destruir la aldea y expulsar a sus habitantes de esta isla idílica, con exuberantes bosques y un refulgente mar azul.
La brutalidad de su plan es tal que los aldeanos quizá aún no hayan acabado de comprenderlo. Aunque es cierto que el holandés no ha ocultado en ningún momento sus intenciones; antes bien, ha dejado clarísimo a los ancianos que espera su plena cooperación en la destrucción de su propio asentamiento y la expulsión de sus vecinos.
Sonck tampoco es el primer funcionario holandés en transmitir este mensaje en Selamon. Los aldeanos, al igual que sus vecinos bandaneses, ya han soportado varias semanas de amenazas y demostraciones de fuerza, siempre acompañadas de las mismas exigencias: derribar las murallas de la aldea, entregar las armas y las herramientas —hasta los timones de sus barcos— y prepararse para su inminente salida de la isla. Estas demandas son tan extremas, tan descabelladas, que sin duda se habrán preguntado si los holandeses están en sus cabales. Pero Sonck se ha esmerado en hacerles entender que va en serio: a su oficial al mando, nada menos que el mismísimo gobernador general, se le ha agotado la paciencia. La gente de Selamon tendrá que obedecer sus órdenes hasta el más mínimo detalle.
¿Cómo será enfrentarte cara a cara con alguien que te ha dejado claro que posee poder suficiente para acabar con tu mundo y que tiene toda la intención de hacerlo?
La población de Selamon y sus vecinos bandaneses llevan un parde décadas resistiendo a los holandeses en la medida de sus capacidades; en ocasiones incluso han logrado expulsar a los europeos. Pero jamás han tenido que enfrentarse a una fuerza tan grande y tan bien armada como la que Sonck ha traído consigo. Viéndose aventajados, los aldeanos han hecho todo lo posible por apaciguar al holandés: mientras algunos han huido a los bosques vecinos, un gran número se ha quedado, tal vez con la esperanza de que se trate de un error y los europeos se marchen si consiguen aguantar.
Quienes han permanecido en la aldea, muchos de ellos mujeres y niños, se han guardado de no dar excusa alguna a los holandeses para ejercer la violencia. Pero Sonck tiene una misión que cumplir, una misión para la que no está particularmente capacitado —es recaudador, no soldado—, y es probable que lo asalte un sentimiento de inadecuación. En la calma de los aldeanos advierte una ira latente y tal vez desee que le ofrezcan una excusa, un pretexto cualquiera para dar el siguiente paso.
En la noche del 21 de abril, cuando Sonck se retira a la requisada casa de reuniones de Selamon con sus consejeros, su estado de ánimo es muy precario. Hay tanta tensión en el ambiente que el silencio pareciera augurar una erupción sísmica.
La atmósfera es tal que, para alguien en el estado de Sonck,acaso sea imposible ver en la caída de un objeto un percance cualquiera: tiene que haber algo más, e