: Eric Sadin
: Hacer disidencia Una política de nosotros mismos
: Herder Editorial
: 9788425449888
: Salto de Fondo
: 1
: CHF 14.00
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: Philosophie
: Spanish
: 248
: kein Kopierschutz
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Hacer disidencia supone romper con muchos reflejos, hábitos y representaciones que siguen manteniendo patrones más inoperantes que nunca, debilitando así nuestras voluntades y abocándonos a la pasividad. En este libro, Éric Sadin renueva las perspectivas de emancipación y elabora un registro de acciones concretas capaces de influir en el curso de nuestros propios destinos. Eso supone realizar una crítica de los discursos que defienden intereses privados, dejar de aceptar situaciones injustas y crear una gran cantidad de colectivos -en todos los ámbitos de la vida? que favorezcan la experimentación y la mejor expresión de cada uno. Ha llegado el momento de dejar de confiar en terceros y comprometernos en una imperativa y saludable política de nosotros mismos.

Escritor y filósofo, Éric Sadin es actualmente uno de los más importantes pensadores sobre tecnologías digitales. Dicta conferencias en varios países del mundo y sus libros se han traducido a diversos idiomas. Colabora regularmente en tribunas de opinión en periódicos como Le Monde, Libération, El País, Página/12, Corriere della Sera, Die Zeit, entre otros. Ha publicado varios libros, entre ellos «La Vie algorithmique», «Critique de la raison numérique» (2015); «La silicolonisation du monde. L' irrésistible expansion du libéralisme numérique»(2016; trad. cast. 2017) ; «L'intelligence artificielle ou l'enjeu du siècle. Anatomie d'un antihumanisme radical» (2018; trad. cast. 2020); «L'ère de l'individu tyran»«La fin d'un monde commun» (2020; trad. cast. 2022).

LAS VIRTUDES DESAPROVECHADAS DE NUESTRA VEJEZ


«Aquellos a quienes llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas y formaban propiamente la infancia de los hombres; y como nosotros hemos unido a sus conocimientos la experiencia de los siglos que les han seguido, es en nosotros donde se puede encontrar esa antigüedad que honramos en ellos».1 El presente constituye el tiempo más maduro, en cuanto es el resultado de experiencias, de descubrimientos y de saberes acumulados. Este pensamiento de Blaise Pascal evoca los de sus predecesores, René Descartes y Francis Bacon, quienes a su vez habían señalado la excesiva veneración a las grandes figuras del pasado que, en realidad, eran aún vírgenes e ignorantes de muchos fenómenos: «No hay motivo alguno para inclinarse delante de los Antiguos por razón de su antigüedad, más bien somos nosotros los que deberíamos ser llamados los Antiguos. El mundo es más viejo que antes, y tenemos una mayor experiencia de las cosas».2 Cada generación es capaz de aprender de los dramas y avances de la historia y de sacar provecho de los conocimientos legados por todas las que le han precedido. Esos análisis contribuirán a hacer germinar el espíritu de la Ilustración, invitándonos a captar la riqueza de la herencia transmitida por nuestros mayores y a utilizar nuestro juicio a fin de estar plenamente capacitados para rectificar situaciones y emprender con más confianza nuevas empresas. Ese sería, en teoría, el único y verdadero progreso. Aprender de los errores cometidos, esforzarnos por perfeccionar nuestras cualidades y buscar la armonía, en todos los ámbitos de la vida, para explorar de nuevo, y siempre, los caminos inciertos de la realidad.

En esta década de 2020, somos los más viejos de la humanidad. Como lo eran nuestros padres o abuelos al acabar la guerra. No obstante, a diferencia de nuestros predecesores más cercanos, que decidieron tomar nota de todas las tragedias y sufrimientos padecidos, no hemos conseguido aprender todas las lecciones de ese medio siglo pasado que tantas cosas nos ha enseñado, casi siempre a pesar nuestro. Porque nuestra madurez no es la de una conciencia aguda, una lucidez crítica, como la que forjaron nuestros mayores. No, al contrario, nuestra vejez está marcada por una doble característica. Es una vejez desilusionada, agotada, sin vitalidad ni esperanza, pero a la vez persiste en hacerse ilusiones que no deberían alimentarse, teniendo en cuenta todas las penas y decepciones sufridas. Muy lejos de la sabiduría que nuestros antepasados tenían derecho a esperar de nosotros. Como una vejez que no sirve para nada. En cambio, si supiéramos extraer su savia, podría servirnos de brújula, ofrecernos instrumentos —incluso armas— para enfrentarnos en mejores condiciones a la dureza de los tiempos. Y también para guiar a nuestros hijos, que corren el riesgo de convertirse en breve ante nuestros ojos en ancianos demacrados. Parece que no tenemos edad, ni punto de referencia fiable, ya que no hemos sabido mejorar. Es como si estuviéramos malviviendo en una condición intemporal, a pesar de la aceleración de los acontecimientos del mundo, a la que asistimos bastante inertes y atónitos.

DESPUÉS DEL TSUNAMI: UN PAISAJE DE DESOLACIÓN


Sin embargo, el panorama de las realidades pasadas y presentes que tenemos ante nosotros es muy completo, detallado y elocuente. Asistimos, bastante impotentes, a la formación de una inmensa ola, aparentemente inexorable, que siguió creciendo y ganando fuerza para acabar arrasándolo todo a su paso. Estaba constituida por tres sustancias que le proporcionaron toda su fuerza. En primer lugar, una visión del mundo. Basada en una dinámica autoorganizada de sus componentes, convierte en caduco cualquier intervencionismo que inevitablemente conduce a la inercia y es innecesariamente costoso para la colectividad. En segundo lugar, poderosos intereses. E