CAROLINA
Dorian le había prometido encontrarse con ella sobre las seis de la madrugada, pero se las había apañado para colarse en el último momento en uno de los escasos vuelos nocturnos que unían el aeropuerto de Los Ángeles con el de Nueva York. Antes de las cuatro, Carolina ya había recibido un mensaje de su amigo: acababa de aterrizar.
Ella lo agradeció. Llevaba en el aeropuerto desde aquella mañana: había trabajado en las oficinas hasta casi la hora de cenar, y después se había acercado a las tiendas delduty free para cotillear, aunque también había estado un rato dándole vueltas a su café en uno de los Starbucks cercanos a la zona de salidas. Podría haberse ido a casa a descansar antes de regresar al aeropuerto para encontrarse con Dorian, pero Carolina prefería estar allí. Volver a su apartamento la deprimía; quedarse en el aeropuerto le resultaba mucho más natural. El apartamento en Greenwich Village les había pertenecido a ella y a Randy por igual, y ahora, sin él, era como una cáscara vacía. Sin embargo, el aeropuerto JFK era suyo, solamente suyo.
Antes de reunirse con su amigo, regresó a una de las tiendas que todavía quedaban abiertas y compró una botella de tequila y otra de mezcal. Justo cuando iba a pagar, cogió un par de bolsas de Doritos y una chocolatina Toblerone gigante. La cajera esbozó una sonrisa al reconocer la acreditación del personal de tierra que colgaba del cuello de Carolina.
—¿Un día complicado? —le preguntó
—Los he tenido peores —contestó, devolviéndole la sonrisa.
Dorian y ella tenían un lugar favorito en ese aeropuerto, un lugar que Carolina sabía que estaría vacío a esas horas y donde Dorian podría descansar un poco antes de coger otro vuelo de regreso a Londres. Un lugar perfecto para emborracharse y hablar: la pequeña sala de espera para clientes VIP de las aerolíneas Skywind, justo al lado de los salones y las cafeterías privadas. Una zona de paso apenas transitada de madrugada, cuando los clientes VIP ya descansaban en las salitas individuales donde se les facilitaban camas, duchas y servicio de restaurante y cafetería. No era la primera vez que Dorian y ella se escondían allí; habían pasado horas muertas tumbados en los sillones reclinables contemplando la enorme cristalera que mostraba una panorámica perfecta de la pista de aterrizaje.
La simple idea de reunirse con su mejor amigo le hizo sentir una emoción familiar en su interior. Echaba de menos a Dorian. Casi nunca le asignaban vuelos a Nueva York, y cada vez tenían menos oportunidades de estar juntos, siempre robando pequeños momentos de sus apretadas agendas.
Cuando subió las escaleras y llegó a la salita, Dorian ya estaba allí. Una figura alta y espigada, apoyada de medio lado en la crist