: Paul Tremblay
: El Club de los Portaféretros
: NOCTURNA
: 9788419680082
: 1
: CHF 7.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 392
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En la década de 1980, Art Barbara no era lo que se dice popular. Era un estudiante solitario que escuchaba hair metal, tenía que dormir con un monstruoso aparato ortopédico por su escoliosis y había iniciado un club extraescolar de voluntarios en funerales poco concurridos. Por eso fue una sorpresa cuando una chica se apuntó al Club de los Portaféretros y le dijo que era una idea genial. ¡Si hasta se llevó su Polaroid para hacer fotos de los cadáveres! Vale, esa parte sí había sido un poco rara. Como también lo era su obsesivo interés por una famosa tradición de Nueva Inglaterra que implicaba desenterrar a los muertos. Y había otras cosas extrañas que sucedían siempre que ella estaba cerca, algunas bastante inquietantes... Pero eran amigos, así que no pasaba nada, ¿verdad? Décadas más tarde, Art intenta darle sentido a sus recuerdos escribiendo El Club de los Portaféretros. Sin embargo, lo que parecía la forma ideal de reconciliarse con su pasado tendrá consecuencias insospechadas cuando su vieja amiga lea el manuscrito. Difuminando a la perfección las líneas entre la ficción y los recuerdos, lo sobrenatural y lo mundano, la nueva novela del autor de Una cabeza llena de fantasmas y La cabaña del fin del mundo pinta el escalofriante retrato de una amistad tan inolvidable como perturbadora.

Paul Tremblay nació en Aurora, Colorado, en 1971 y se crio en Massachusetts. Tras licenciarse y hacer un máster de Matemáticas en la Universidad de Vermont, se dedicó a dar clases en un instituto de Boston. En 2015 escribió sobre un exorcismo televisado en Una cabeza llena de fantasmas (Nocturna, 2017), que ganó el Premio de Novela Bram Stoker (concedido por la Asociación de Escritores de Terror) y del que Focus Features está preparando una adaptación cinematográfica. Posteriormente publicó libros como Desaparición en la Roca del Diablo (Nocturna, 2018) o La cabaña del fin del mundo (Nocturna, 2021), llevada al cine por M. Night Shyamalan con el título de Llaman a la puerta. En El Club de los Portaféretros (Nocturna, 2023) presenta una misteriosa historia sobre la llegada a la madurez ambientada en la década de 1980.

Amanece un día más

(Octubre de 1988)

Capítulo en el que asistiremos a la forja del héroe de un club o,
al menos, lo veremos levantar la mano

La Casa-A, uno de los tres pabellones adosados al edificio principal del Instituto de Educación Secundaria de Beverly, se proyectaba hacia el exterior como un telescopio gigante, tan vasto y desierto como el frío universo. El pase amarillo que aferraba en mi sudorosa mano adolescente me otorgaba permiso para ir al aula de audiovisuales, donde echaba una mano con la retransmisión matutina de Panthers TV, nuestra cadena de circuito cerrado. Como estudiante de último año que siempre se lo sacaba todo con matrícula, gozaba de unos cuantos «privilegios de veterano», entre ellos la potestad de transitar por el campus durante los recreos y las horas de estudio libre sin necesidad de pase. El hecho de que le hubiera pedido uno a mi profesor de cálculo, el señor Langan (un hombre de mediana edad bastante simpático, aunque también un poquito patoso, con la barba como Abraham Lincoln y sempiterno chaleco de lana), daba fe del tipo de alumno que era: asustadizo, miedica y desesperado por recibir cualquier tipo de aprobación.

Pasé como un espectro ante las taquillas, de las que colgaban aparatosos candados. En mi fuero interno ardía en deseos de dar media vuelta y volver a clase, renunciar a esta idea tan descabellada y olvidar que alguna vez se me hubiera pasado siquiera por la cabeza intentar algo así. Por otra parte, también era consciente de que este era uno de esos momentos a lo Robert Frost que determinan la senda de cada persona. Si seguía adelante con mi plan, este pequeño paso multimedia para la humanidad, mi vida se vería irrevocablemente alterada. Para cuando llegó por fin el momento de abrir la chirriante puerta metálica del aula de audiovisuales, toda mi determinación se había licuado y condensado en forma de manchas bajo mis axilas.

Ian, uno de los dos presentadores de Panthers, el de los hombros de nadador y sonrisota de barril de cerveza, me saludó con un:

—Hombre, pero si es Artie, la juerga personificada.

[Inciso: Ian no dijo eso. Como ya hemos hablado antes, Art no era mi nombre. Esta es la última vez que me entrometo para puntualizar cualquier otra posible discrepancia de pequeño calado. Baste con saber que Ian era la clase de mendrugo que podría haber dicho algo así si yo me hubiera llamado Art. Tampoco se dirigía a mí por mi nombre real, sino que me llamaba Raspa. Siempre había sido el chaval más flaco y debilucho de mi clase, y aquel momento, en el aula de audiovisuales, pesaba un adarme por encima de los sesenta kilos. Casi todos mis compañeros utilizaban ese mote conmigo, situación a la que yo en ningún momento había tenido la oportunidad de darle mi beneplácito porque, cuando contaba once años, se me había echado encima tan de sopetón como el puñetazo que me había aplastado la narizota. (Me defendí, pero lo único que conseguí con eso fue que otro chico, todavía más grande, me arreara un golpe en la boca del estómago). Entre los diecisiete y los dieciocho, mi apodo se pronunciaba impulsado por la inercia de la tradición, cuando no incluso con afecto, sin duda con una carga de crueldad mucho menos intencionada, aunque esta venía implícita en la historia del mote, por lo que no volveré a usarlo ni a referirme a él siquiera. Art será aquel al que nos atengamos hasta el final].

La otra presentadora, Shauna, me saludó agitando la mano y ladeando la cabeza en un gesto de sutil confusión mientras silbaba como una bala por los estrechos confines del estudio, repartiendo fotocopias de los anuncios de la mañana entre los productores, Ian (arrumbado detrás de la mesa de informativos, mezcla a partes iguales de James Dean y una montaña de ropa sucia) y el cámara. Llevaba puesto lo que en el instituto pasaba por un traje de oficina: su sudadera negra con hombreras a caballo entre las de un jugador de fútbol americano y el conjunto de David Byrne enStop Making Sense. Shauna y yo asistíamos juntos a Cálculo, Inglés y Francés, y siempre se había mostrado cordial conmigo, aunque también desapasionadamente