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Cuando Mariona se reencuentra con Agustina, el cielo se le está cayendo encima y los cimientos de su vida empiezan a desmoronarse a su alrededor.
No habían coincidido desde el funeral del padre de ella, cuando apenas tenía siete años. La imagen que recuerda del abogado es la de un hombre triste, encorvado, que lloraba la muerte de su mejor amigo de forma discreta y en soledad desde el último banco de la iglesia. «¿Por qué tito no viene aquí, con nosotras?», le había preguntado Mariona a su madre mientras el cura recitaba interminables pasajes del Nuevo Testamento. «Mejor que se quede donde está», le había contestado su madre con una sequedad impropia de un ser tan cálido como ella en un momento tan doloroso como aquel. Enterrados los restos, amigos y familiares se entregaron al ritual de despedidas con pésame que a Mariona se le hizo incluso más largo que la primera carta a los corintios. Ya no quería llorar más a su padre, quería largarse de ahí para merendar pan con chocolate viendo la tele, lo que la hacía sentir la persona más egoísta del mundo. Recuerda haber buscado a su madre durante demasiado tiempo mientras sorteaba a familiares besucones que derramaban lágrimas mezcladas con rímel. Recuerda encontrarla, apartada a lo lejos, hablando con el tito Agustina. Realmente, solo hablaba ella, él asentía con la mirada clavada en la hierba y los brazos caídos como los de un muñeco. Quería acercarse y abrazar a su padrino y obligarle a prometer que la visitaría pronto, que siempre estaría ahí para ella. Pero algo le decía que no era una buena idea, que era mejor quedarse al margen, que se estaban tratando cosas serias de personas mayores y que no sería bien recibida. El viento de otoño soplaba con fuerza, desplazaba con violencia las hojas caídas y, entre tanta furia y ruido, creyó escuchar a su madre gritar: «¡Él no era como tú!». Minutos después, y antes de subir al coche de su madre, Agustina se le acercó para despedirse y prometerle que, aunque estaría fuera de la ciudad por un tiempo, siempre podría contar con él. Esa fue la promesa que le había hecho a su mejor amigo antes de partir, y ahora se la hacía a ella. Pero tuvieron que pasar diecisiete años y cuatro llamadas de la madre de Mariona para que Agustina pudiera cumplir con esa promesa.
* * *
No es el mejor momento para ninguno de los dos. Mariona lleva dos semanas sin poder pisar el hospital y ya le han soplado que la dirección está preparando acciones legales para exculparse frente a una posible demanda de la familia de la paciente. La situación de Agustina no es mucho mejor. Siempre ha sido mejor abogado que comercial, odia salir a buscar clientes, nunca ha sabido cómo darse a conocer y en este, como en cualquier negocio, si no te conocen no existes.
Con cincuenta y seis años recién cumplidos y el diploma de su graduación como único trofeo para colgar en la pared de un despacho que no tiene —porque, según él, un abogado no necesita más despacho que la biblioteca de la Facultad de Derecho—, ejerce la abogacía en Barcelona desde que, hace doce años, llegó a la ciudad Condal con su maletín de piel marrón y la promesa de un puesto fijo y una carrera fulgurante en un bufete fundado por lo que más tarde definiría como el cáncer de su profesión. Los primeros tres años los pasó resolviendo casos de fraude fiscal y blanqueo de capitales, mientras miraba hacia el otro lado. Empresarios sin escrúpulos y políticos corruptos que salían impunes de todos los cargos y satisfechos con la profesionalidad, la cordialidad y el conocimiento de la ley de Agustina, un abogado de los de antes, de esos en los que puedes confiar ciegamente y siempre vas a necesitar, porque todo ladrón sabe que solo puedes salirte con la tuya cuando te rodeas de gente honrada, o al menos más honrada que tú. Mientras, el estómago de Agustina se endurecía y su listón ético descendía más abajo de sus genitales. Llegó a creer que podría con todo, pero no fue así. Una causa abierta por un delito sexual de un