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El caso más reciente ocurrido en la zona industrial de Tattarisuo le aconteció a Aatami Rymättylä. Con el mono de trabajo echando humo, saliódespedido del laboratorio de su taller de mantenimiento de baterías a consecuencia de una explosión de hidrógeno.
La nave industrial de chapa de acero traqueteó un instante, en el interior se oyó el tintineo del cristal al estallar, por la esparrancada puerta de doble batiente emergió una nube de humo y vapor. Aatami Rymättylä tosió el hollín de los pulmones. Tenía la cara roja y negra, le retumbaban los oídos, el corazón le latía con fuerza. Una vez calmado, se sentó en los escalones de su establecimiento fabril, se sacó del bolsillo una cajetilla verde de tabaco sin filtro, encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Cerró los ojos con fervor:
—Puta primavera.
En efecto, hacía su entradala primavera, había comenzado el deshielo, losaceitosos charcos de las callejuelas lóbregas de Tattarisuo centelleaban con los nítidos colores del arcoíris. En los arbustos polvorientos a lo largo de las cunetas despuntaban los brotes. Las aves migratorias aún no habían hecho acto de presencia en el polígono industrial, de los bosques más allá de los almacenes de chatarra llegaba el graznido de los cuervos. En cierto modo, también ellos eran sonidos primaverales, muy en sintonía con el entorno.
Aatami Rymättylä era un pequeño empresario de cuarenta y tantos, un hombre recio y de aspecto y carácter muy finlandés. Era grande, corpulento, se notaba que las había pasado canutas.
El invierno anterior y la primavera habían sido difíciles para él. La facturación de su taller de baterías había disminuido en los últimos tiempos, el pequeño negocio habíadecaído aún más durante la recesión. Lo que es crecer, ya solo crecían loselevados intereses y el saldo de su deuda. La demanda de automóviles se había reducido y en consecuencia ya no se requerían tantas baterías como antes. Además de mantener baterías, Aatami Rymättylä se había metido a reparar e instalar tubos de escape, pero ese negocio tampoco resultaba ser lo que se dice muy lucrativo. El título de ingeniero eléctrico que había adquirido en los años 70 le había proporcionado también actividad en el ámbito de las instalaciones eléctricas. En definitiva, Baterías Adán S. L. salía de alguna manera adelante, tambaleándose, pero si el sector no repuntaba enverano, le aguardaría la bancarrota. La empresa se había mantenido a flote diez años, gracias al sudor de su frente, pero, llegado a aquel punto, dejarse las fuerzas en el intento ya no servía de nada. Los clientes se soldaban ellos mismos sus oxidados tubos de escape, reparaban sus baterías, conectaban los cables eléctricos de sus automóviles y ellos mismos se cambiaban los relés.
Después de algunas hondas caladas, Aatami Rymättylä se levantó de las escaleras y regresó abatido a su taller. Una ligera brisa primaveral soplaba hacia el exterior el vapor y el humo del recinto, que emergían a través de las ventanas rotas. La nave medía siete por siete metros y su altura era de cuatro metros. Allí podía dar servicio no solo a turismos sino también a camiones de cierta envergadura.
Justo a la derecha de la puerta había un pequeño cubículo que hacía las veces de oficina, después, unos espacios sanitarios de unos diez metros cuadrados dividían el espacio y detrás, en el rincón más al fondo, una diminuta sala de estar en la que A