INTRODUCCIÓN
Richard Horatio Edgar Wallace nació en el barrio londinense de Greenwich el 1 de abril del año 1875. Y nació mal, pues no se le ocurrió mejor manera de comparecer en la vida que presentarse en la Inglaterra victoriana como el fruto ilegítimo de los escarceos amorosos de dos actores de segunda fila, que bastante trabajo tenían ya con intentar sobrevivir ejerciendo su oficio en el seno de una sociedad puritana para la que los cómicos eran ya, por el simple hecho de serlo, gentes de una reputación más que dudosa. Fue, pues, una fortuna para el recién nacido -al menos según los criterios entonces imperantes- que sus padres determinaran desentenderse de él y que fuera adoptado por un tal George Freeman, pescadero ambulante que tenía su centro de operaciones en el mercado de Billingsgate, el más antiguo de Londres, que por aquellas mismas fechas acababa de ver renovadas sus instalaciones.
De la infancia del joven Edgar se saben pocas cosas. Su padre adoptivo le dio un hogar, unos hermanos y, sin duda, una educación. Porque el muchacho fue a la escuela hasta la edad de doce años y, según cuentan, mostró ya en ella sus inclinaciones por la literatura. E inició en este noble campo de las letras sus primeros pasos, incluso un año antes de abandonar los estudios, voceando periódicos en una de las plazas más céntricas de Londres, Ludlgate Circus, junto a Fleet Street -la calle editorial por excelencia- y cerca del Old Bailey, el tribunal central para las causas criminales. Con las dotes disuasorias y de elocuencia desarrolladas entre los puestos de pescado de Billingsgate, cuyo lenguaje vivo y directo es proverbial en el idioma inglés en el mismo sentido con que decimos por aquí «habla como una verdulera», cabe pensar que Edgar destacó en el oficio de vendedor de prensa. Por lo menos Londres, su ciudad natal, ha querido recordarlo en una placa colocada precisamente en la plaza donde aquella voz infantil pregonó los sucesos más resonantes del momento.
El siguiente trabajo de Edgar, nada más abandonar la escuela, fue el de aprendiz de tipógrafo: todavía una relación más estrecha con el mundo de las letras, ahora en su aspecto más material y concreto, de lo que encontraremos un curioso y significativo recuerdo en una de sus novelas: la famosísimaEl Día de la Concordia. Pero aquel empleo no le duró. Como tampoco le duraría ninguno de los numerosos oficios que exploró a continuación: ayudante de zapatero, obrero en una fábrica, pinche de cocina en un pesquero, albañil, repartidor, etc. Hasta que a la edad de dieciocho años se alistó en el ejército, en el regimiento real de West Kent. Meses más tarde era enviado a África del Sur, formando parte de un nutrido contingente de tropas británicas.
El envío de aquellas tropas era, más que nada, un acto de fuerza por parte del gobierno de Londres en apoyo de los colonos británicos que se habían establecido en El Cabo y que, progresivamente, iban desplazando a los antiguos colonos de origen holandés: los bóers. Tiempo atrás Inglaterra había llegado a un acuerdo con los bóers por el que se garantizaba la integridad del Transvaal y del Estado Libre de Orange; pero el descubrimiento de importantes yacimientos de oro en la primera de aquellas regiones había hecho que numerosos buscadores de ascendencia británica se instalaran sobre todo en el Transvaal bóer. Mirados por los bóers como extranjeros (uitlanders), el gobierno inglés presionaba al del Transvaal para que les reconociera derechos políticos, amenazando con la guerra: una guerra que, dada la enorme disparidad d