INTRODUCCIÓN
¿Quién es tu padre?
Todas las noches tocaba un monstruo distinto.
Tenía un libro que me encantaba:Es la hora de los malos. Era una recopilación de historietas en tapa blanda, uno de esos tochos que son de todo menos manejables, y como se puede deducir por el título, en sus páginas salían muy pocos héroes. Al contrario, los cómics que componían la antología estaban protagonizados por lo peor de lo peor, psicópatas despreciables con nombres como la Abominación y caretos a juego.
Obligaba a mi padre a leerme ese libro a diario. No tenía elección. Era un pacto de esos, como el de Sherezade enLas mil y una noches. Si él no lo hacía, yo me negaba a quedarme en la cama. Salía de debajo del edredón deEl imperio contraataca y me paseaba por toda la casa con mi pijama de Spider-Man, con un pulgar chorreante metido en la boca y mi sucia pero reconfortante mantita colgada del hombro. Era capaz de pasarme toda la noche en vela si me empeñaba. Mi padre debía seguir leyendo hasta que a mí se me empezaban a caer los ojos de sueño, e incluso así sólo podía escapar diciendo que salía un momento a fumar y que enseguida volvía.
(Mi madre insiste en que yo sufría de insomnio infantil porque estaba traumatizado. Cuando tenía cinco años, me llevé un golpe en la cara con una pala para la nieve y pasé una noche entera ingresado. En aquella época de lámparas de lava, alfombras de lana y cigarrillos encendidos dentro de los aviones, a los padres no se les permitía pernoctar con sus hijos convalecientes en el hospital. Cuenta la leyenda que me desperté a solas y a oscuras y, al no encontrarlos por ninguna parte, intenté darme a la fuga. Las enfermeras me pillaron vagando por los pasillos con el culo al aire, me metieron en una cuna y me echaron una red por encima para retenerme. Grité hasta quedarme sin voz. La historia es tan deliciosamente trágica y gótica que a uno no le queda más remedio que creérsela. Sólo espero que la cuna fuera de color negro y estuviera oxidada, y que a alguna de las enfermeras le diera por susurrarme al oído: «¡Mírame, Damien! ¡Lo hago por ti!»).
Me encantaban los infrahumanos deEs la hora de los malos: criaturas delirantes que se desgañitaban exigiendo todo tipo de condiciones absurdas, se enfurecían cuando no se podían salir con la suya, comían con los dedos y soñaban con vengarse a bocados de sus enemigos. Por supuesto que me encantaban. Tenía seis años. Éramos prácticamente almas gemelas.
Mi padre me leía esas historias moviendo el dedo de una viñeta a otra para que mi adormilada mirada no se perdiera la acción. Si me preguntarais cómo era la voz del Capitán América, os diría que sonaba igual que la de mi padre. Lo mismo con el temible Dormammu. Y con Sue Richards, la Mujer Invisible, que sonaba como cuando mi padre imitaba la voz de una chica.
Todos eran mi padre, hasta el último de ellos.
Casi todos los niños encajan en alguna de estas dos categorías.
Está el que mira a su padre y piensa: «Odio a este hijo de puta y juro por lo más sagrado que no me voy a parecer a él en la vida».
Y después están los que aspiran a ser como él: igual de libres, igual de cariñosos e igual de cómodos en su propio pellejo. A un niño así no le asusta la posibilidad de acabar imitando a su padre en pensamiento, palabra, obra y omisión. Lo que le da miedo es no estar a la altura.
Sospecho que los hijos que encajan en la primera categoría son los que más perdidos se sienten a la sombra de su padre. A primera vista, diría que es algo contraintuitivo. Al fin y al cabo, lo que tenemos aquí es a un tío que miró a su viejo y decidió alejarse corriendo para interponer la mayor distancia posible entre ambos. Pero ¿cuánta tierra de por medio deberá poner antes de sentirse realmente libre?
Y sin embargo, en cada nueva encrucijada que le salga al paso a lo largo de su vida, ese hijo sólo tendrá que darse la vuelta para encontrar a su padre justo detrás de él: en su primera cita, en su boda, en sus entrevistas de trabajo… Todas las decisiones que tome deberán medirse con los malos ejemplos sentados por su progenitor, por lo que hará justo lo contrario, perpetuando así su tóxica relación aunque padre e hijo lleven años sin dirigirse la palabra. Siempre corriendo para, al final, no llegar a ninguna parte.
El hijo que pertenezca a la segunda categoría, por su parte, probablemente se tropiece algún día con estos versos de John Donne («Somos apenas la sombra / que nues