UNO
JULIAN
En este instituto hay una habitación que nadie más que yo conoce. Si pudiera teletransportarme, estaría allí ahora mismo. Quizá si me concentro lo suficiente…
—Julian. —El señor Pierce es tan cortante al pronunciar mi nombre que pego un respingo—. No llevas aquí ni un mes y ya has faltado seis veces a clase de Lengua, nada menos.
Seguro que he faltado a más, pero supongo que nadie se daría cuenta de que no estaba.
El director se inclina hacia delante con ambos puños alrededor de su bastón, alto y retorcido. Tiene una pequeña criatura tallada en la parte superior. He oído a los otros chicos hablar sobre ella y discutir sobre si se trataba de un gnomo, un trol o una réplica en miniatura del señor Pearce. A tan poca distancia, reconozco que se parecen.
—¡Mírame! —me grita.
No sé por qué la gente se empeña en que la mires cuando está enfadada contigo, justo cuando menos te apetece hacerlo. Sin embargo, hago lo que me ordena, y el despacho sin ventanas parece encogerse y yo con él. Un chico microscópico bajo el escrutinio del señor Pearce.
—Te resultaría mucho más sencillo mirar a alguien a los ojos si te cortaras el pelo.
Me lanza una mirada aún más furiosa cuando empiezo a apartarme el cabello de la cara.
—¿Por qué no has estado yendo a clase?
—No… —Me aclaro la garganta—. No me gusta.
—¿Cómo dices?
La gente siempre me está pidiendo que le repita las cosas o que hable más alto. La razón principal por la que no me gusta Lengua es que la señorita Cross nos obliga a leer en voz alta y, cuando me toca, me trabo con las palabras y me dice que hablo demasiado bajo.
Como lo sé, alzo un poco la voz:
—No me gusta.
El señor Pierce arquea sus dos cejas grises como si estuviera completamente perplejo.
—¿De verdad crees que eso es motivo suficiente para no ir?
—Pues…
Para todo el mundo, hablar es algo natural. Cuando alguien dice algo, saben al instante lo que responder.No obstante, para mí es como si el camino entre el cerebro y la boca estuviera estropeado, como una extraña forma de parálisis. No puedo hablar, así que me dedico a juguetear con la punta de plástico de los cordones de los zapatos.
—¡Responde a mi pregunta! ¿Crees que no gustarte una clase es motivo suficiente para no ir?
Sé lo que creo, pero la gente no quiere que digas lo que piensas, sino que digas lo que ellos piensan. Y no es nada fácil averiguarlo.
El director entorna los ojos, desesperado.
—Mírame, joven.
Miro su rostro enrojecido. Hace una mueca, y dudo si será porque le duele la rodilla o la espalda, que es lo que siempre parece.
—Lo siento —respondo, y se le ablanda la expresión.
De repente, sus pobladas cejas se vuelven a juntar y coloca sobre la mesa una carpeta abierta con mi nombre.
—Debería llamar a tus padres.
Se me escapan los cordones de los dedos helados.
El hombre esboza una sonrisa.
—¿Sabes lo que me sienta muy bien?
Consigo negar con la cabeza.
—Ver esa cara de miedo en los estudiantes cuando les digo que voy a llamar a su casa. —Se lleva el auricular a la oreja. Él y su monstruito de madera me observan mientras transcurren los segundos. Entonces, despacio, retira el teléfono—. Supongo que no tengo que llamar, siempre que me prometas que no volveré a verte por aquí.
—Lo prometo.
—Pues vete a clase.
En el pasillo intento respirar, pero sigo temblando, como cuando ha estado a punto de atropellarte un coche que iba a toda velocidad y has logrado apartarte de un salto en el último segundo.
Cuando entro en la clase de Desarrollo Infantil, todas las chicas levantan la cabeza a la vez, como si fueran una manada de ciervos que presienten el peligro. Hasta que me ven y entonces apartan la vista c