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Y el sol no se oscureció
El segador llegó a última hora de la tarde de un frío día de noviembre. Citra estaba sentada a la mesa del comedor, devanándose los sesos con un problema de álgebra de los difíciles, cambiando de sitio las variables, incapaz de resolver ni la equis ni la i griega, cuando una variable nueva y mucho más perniciosa entró en la ecuación de su vida.
Era habitual que el piso de los Terranova recibiera visitas, así que, cuando sonó el timbre, no hubo malos presagios: no se oscureció el sol ni se auguró la llegada de la muerte a su puerta. Puede que el universo debiera haberse dignado a proporcionar tal advertencia, pero los segadores eran tan poco sobrenaturales como los recaudadores de impuestos dentro del funcionamiento del mundo: aparecían, realizaban su desagradable trabajo y se marchaban.
Su madre fue la que abrió. Citra no veía al visitante, ya que al principio quedaba oculto por la puerta. Sí que vio a su madre allí, de pie, de repente inmóvil, como si se le hubiera solidificado la sangre en las venas. Como si, de inclinarse, fuera a caer al suelo y romperse en mil pedazos.
—¿Me permite entrar, señora Terranova?
El tono de voz del visitante lo traicionó: resonante e inevitable, como el monótono tañido de una campana de hierro, confiada en que su repicar es capaz de alcanzar a todos los que debe. Antes incluso de verlo, Citra supo que se trataba de un segador. «¡Dios mío! ¡Un segador ha venido a nuestra casa!».
—Sí, sí, claro, entre. —La mujer se apartó para dejarle entrar…, como si ella fuera la visita y no al revés.
El recién llegado cruzó el umbral; sus flexibles zapatos, que eran casi como zapatillas de andar por casa, no hacían ruido sobre el parqué. Su túnica de varias capas era de suave lino color marfil y, a pesar de ser tan larga que barría el suelo con ella, no se le distinguía ni una mancha por ninguna parte. Citra sabía que los segadores podían elegir el color de su atuendo; cualquiera menos el negro, que se consideraba poco adecuado para su trabajo. El negro era la ausencia de luz, y los segadores defendían lo contrario: luminosos e iluminados, se consideraban lo mejor de la humanidad…, y por eso se los elegía para el trabajo.
Algunos lucían colores más vivos; otros, más apagados. Eran como las exquisitas togas vaporosas de los ángeles del Renacimiento, a la vez pesadas y más ligeras que el aire. Gracias al estilo único de las túnicas de los segadores, al margen de su tela y su color, no costaba identificarlos en público, de modo que resultaba sencillo evitarlos, si eso era lo que se deseaba. También había gente que se sentía atraída por ellos.
El color de la túnica a menudo decía mucho sobre la personalidad de un segador. La túnica marfileña de este en concreto era agradable y lo bastante alejada del blanco puro para que su luminosidad no molestara al espectador. Sin embargo, nada de eso cambiaba el hecho de quién era ni de lo que era.
El hombre se quitó la capucha para dejar al descubierto su pelo, que era gris y corto, una cara con las mejillas coloradas por culpa del frío y unos ojos oscuros que casi parecían armas en sí mismos. Citra se levantó. No por respeto, sino por miedo. Por la sorpresa. Intentaba no hiperventilar. Intentaba evitar que las rodillas se le doblasen, puesto que la estaban trai