ILUSIONES Y EXPECTATIVAS
DIEZ AÑOS DESPUÉS
A simple vista, todo parecía bien.
Un palanquín elegante. Una hija responsable. Un honor otorgado.
Luego, como para burlarse de Mariko, elnorimono se tambaleó e hizo que su hombro rebotara contra el lateral. Las incrustaciones de madreperla del palanquín sin duda le dejarían un buen cardenal. Inhaló profundamente y reprimió las ganas de gruñir en las sombras como una bruja enfadada. El olor a barniz del vehícu-lo le saturaba la cabeza y le traía a la mente los dulces de barba de dragón que le encantaban cuando era pequeña.
Aquel ataúd empalagoso y oscuro la conducía a su último lugar de reposo.
Se hundió más en los cojines. El viaje a la ciudad imperial de Inako no estaba yendo para nada bien. El convoy había partido más tarde de lo previsto y había hecho demasiadas paradas. Al menos ahora —por el modo en que elnorimono se inclinaba hacia delante— suponía que descendían una pendiente, lo que significaba que habían pasado las colinas que rodeaban el valle y que habían recorrido más de la mitad del camino. Se reclinó hacia atrás y esperó que su peso ayudara a equilibrar la carga.
Justo cuando se acomodaba, el palanquín se detuvo en seco.
Levantó la cortina de seda que cubría la ventanita de su derecha. Empezaba a anochecer. El bosque que tenían por delante estaba envuelto en la niebla y sus árboles se recortaban en el cielo plateado.
Cuando se giró para dirigirse al soldado más cercano, una joven criada apareció de pronto.
—¡Mi señora! —La joven jadeó y se fue directa hacia el costado delnorimono—. Debéis de estar hambrienta. ¡Qué descuido por mi parte! Por favor, disculpadme por semejante negligencia…
—No hay nada que disculpar, Chiyo-chan. —Mariko sonrió con amabilidad, pero los ojos de la joven continuaron cargados de preocupación—. No he sido yo quien ha parado el convoy.
Chiyo hizo una profunda reverencia y, al agacharse, las flores de su tocado provisional se torcieron hacia un lado. Cuando se levantó, le tendió un paquetito de comida muy bien envuelto y regresó a su puesto junto al palanquín, deteniéndose sólo para corresponder a la cálida sonrisa que le ofrecía su señora.
—¿Por qué nos hemos detenido? —le preguntó Mariko al miembro más cercano de losashigaru.
El soldado de infantería se enjugó el sudor de la frente y se cambió de mano la larga asta de sunaginata. Los últimos rayos de sol destellaron en la hoja afilada.
—El bosque.
Mariko aguardó a que continuara, convencida de que aquella no podía ser la única explicación posib