PRÓLOGO
Cuando uno de los editores de Brown& Wilkes me llamó para avisarme de que la biógrafa pasaría unos días en El Cairo, mi primer impulso fue correr a los establos para fugarme a algún oasis remoto antes de que diera conmigo. Era una de las tardes más agobiantes de aquel octubre de 1985 que parecía resistirse a decir adiós al verano, y los ventiladores colocados sobre los muebles de mimbre, pese a haber escogido la casa por ser una de las más frescas de la ribera oriental, no conseguían mantener a raya el calor.
—Sinceramente, Brown, no entiendo a qué viene tanto interés —protesté mientras me pasaba una mano por la húmeda frente—. Si esa mujer se hubiera molestado en pisar un archivo, habría encontrado cientos de fotografías mejores que las que me está pidiendo.
—Ruth sólo quiere que se implique un poco más, Helena —me contestó Brown en un tono que pretendía sonar conciliador—. Estoy seguro de que no le dará problemas. Sólo tendrá que acogerla unos días, hasta que haya resuelto todas sus dudas, y cuando sepa…
—¿Todas sus dudas? —no pude evitar exclamar—. ¡Llevo desde enero colgada de este maldito teléfono para ayudarla a rellenar las lagunas que le faltan! ¡Si hubiera sabido la cantidad de problemas que da una biografía, habría preferido que el mundo me olvidara!
La respuesta de Brown fue echarse a reír de buena gana, y eso me hizo comprender que estaba perdida. «Lo único que le interesa es que el dichoso libro salga a la luz en la fecha prevista —pensé mientras colgaba de mal humor y me quedaba observando, con los brazos cruzados, el trasiego de los turistas que regresaban de las pirámides—. Lástima que sea demasiado tarde para echarme atrás. Esa Ruth parece inasequible al desaliento».
De modo que cuando quise darme cuenta la tenía metida en casa: una joven de unos treinta años (a mis casi ochenta, me parecía una cría), con mucho pelo cardado y unos ojos llenos de rímel que le daban un aspecto más alucinado que dramático. Reconozco que me sorprendió comprobar, cuando nos sentamos por primera vez en la veranda de la salita que daba al Nilo, hasta qué punto se estaba tomando en serio la investigación. En los últimos meses había recopilado, subrayado y anotado cientos de artículos acerca de las excavaciones que había llevado a cabo desde que era una adolescente; había devorado estudios arqueológicos en los que me dedicaban capítulos de los que nunca había oído hablar, tenía cuatro cintas VHS repletas de reportajes de televisión y, para mi horror, se había entrevistado incluso con mi prima Chloë, quien le dio material de sobra para crear la que Ruth esperaba que fuera «la única biografía que descubra a la mujer tras el mito».
—Me temo que estás confundiéndote —recuerdo que repliqué tras servirme una taza de café negro preparado por Laila, mi asistente—. Los arqueólogos consagramos nuestras vidas a desentrañar mitos. Habría que ser realmente estúpido para dejarse convertir en uno.
—No trate de enredarme con sus tretas —repuso ella, en absoluto intimidada por mi brusquedad—. Llevo tanto tiempo persiguiendo su sombra que podría decir que la conozco casi tan bien como a mí misma. No he venido a mendigar respuestas, lo que quiero es…
—Pruebas que te ayuden a separar la mentira de la verdad. Supongo que en eso no nos diferenciamos demasiado. —Con un suspiro resignado, dejé la taza en la mesita y me puse en pie para dirigirme hacia la alacena de madera taraceada del rincón—. Me parece que por aquí tengo algunas cosas que pueden servirte, aunque todas relacionadas con mis investigaciones. Olvídate de los álbumes familiares; no vas a meter las narices en ellos.
—Por eso no se preocupe: su prima fue de lo más generosa cuando la visité —replicó la condenada muchacha con una s