Introducción al autor y su obra
por
Fernando Diaz-Plaja
I. LA ISLA
He tenido la suerte de conocer en mi vida las islas más bellas del mundo. Madeira con su verdor, dulce verdor; las del Caribe con acento francés en Haití, Martinica y Guadalupe; con acento español en Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico; con acento inglés en Trinidad, Jamaica, Bermudas, Bahamas; holandés en Curasao y todas con el lenguaje del círculo azul traslúcido de la laguna, la rubia arena y el moño verde central. Igual se presentan las del Pacífico con la dulzura de Oahu en Hawái, o las de Fiji con su recuerdo de comedores de hombres... o la más dramática de todas, cuyos habitantes tienen tres mil caballos y apenas barcas, poblada también por unos seres gigantescos que os miran desde su altura. Me refiero, claro está, a la isla de Pascua.
Y el rosario incomparable de las islas griegas donde la pared blanca refleja olas que cantó Homero; o Capri, cargada de un pasado sensual desde Tiberio a la Dolce vita.
(A menudo la isla separada de un continente por el mar quiere separarse también políticamente; romper los lazos con quienes imagina que la tratan duramente o mejor que no la tratan, que la desprecian por salvaje, por diferente. Es el destino de Córcega respecto a Francia o de Cerdeña con Italia).
Es curioso, pero las islas están llenas de otras islas internas. Parece que la separación del resto del mundo, esa sensación de estar fuera, aparte, valga también para el carácter del individuo que vive en ella. El aislamiento, en lugar de empujar a los habitantes a una sociedad más homogénea (todos en una piña contra el exterior hostil), les obliga por el contrario a separarse en pequeñas fracciones, como si necesitaran afirmar una personalidad que la naturaleza ha querido hacer común. Me asombró hace muchos años, en Cerdeña, la infinita variedad de costumbres que en un lugar tan reducido existía, hasta el punto de permitir mantener durante siglos una lengua catalana en Alghero sin que la obligada cercanía del dialecto sardo y la lejanía al otro lado del mar de los países catalanes hayan conseguido desterrar su forma de expresarse. Igual variedad de folklore puede encontrarse en una isla mucho más pequeña, llamada Mallorca, cuyos lugareños se mantienen tan impertérritos ante las modas locales del vecino como ante las del turista que lleva arribando a sus costas desde decenas de años.
Tengo por las islas, por todas las islas, un sentimiento ambivalente. Las adoro por lo que me deparan de una belleza limitada, es decir, que puedo llegar visualmente a sus límites para apreciarlas mejor, tenerlas en la mano; me refiero a las hechas a la medida del hombre, claro, no a Java por ejemplo o a esa gigante que se llama Australia. Y, por el otro lado, no me gusta la dificultad que presenta el salir de ellas.
«Todo hombre es una isla» dice el pensamiento antiguo. Una isla está rodeada de mar, es decir, de peligro; puede ser la tempestad, el pez asesino o simplemente su tremenda y prohibitiva extensión. Una isla es un confín de donde en principio no se puede salir si no es con ayuda de un sistema de locomoción. No bastan, como en el más lejano lugar de la Tierra, unas piernas bien dispuestas y unas provisiones que permitan echarse al camino. De la isla solo se sale con ayuda de una embarcación que vaya sobre las olas o que vuele por el aire.
Y ello perturba mi goce isleño. El más bello paraíso del mundo (paradisíaco es una palabra que se emplea mucho para las islas) deja de serlo cuando no se le puede abandonar. No hay felicidad en el universo que te obligue a contemplarla para siempre. Por atractiva que sea la selva o la mansión, la sensación de que estás uncido a ella, atado a ella, casado con ella, impide que gustes de su entorno. Y esto es lo que a mí me produce el rechazo de las islas: la ineluctabilidad de su estancia. El hecho de que tenga que depender de factores externos, como la voluntad de una compañía aérea o marítima, para marcharme.
Esa imposibilidad intrínseca, esa fijación obligada, es la que ha inspirado