UNO
EL REY DEL INVIERNO
Estaba el invierno muy avanzado en la Rus1 del norte y el aire, cargado de una humedad taciturna que no era lluvia ni nieve. El paisaje luminoso de febrero había cedido ante el gris monótono de marzo, y en casa de Piotr Vladímirovich a todos les moqueaba la nariz por la humedad y estaban flacos por las seis semanas que llevaban alimentándose tan sólo con pan negro y col fermentada. Sin embargo, nadie se acordaba de los sabañones ni de sus narices, ni siquiera pensaban con anhelo en gachas de avena ni en carne asada, pues Dunia estaba a punto de contarles un cuento.
Esa velada, la anciana se había sentado en el mejor lugar para dirigirse a todos: el banco de madera que había junto al horno de la cocina. Aquel horno era una construcción enorme de arcilla cocida, más alto que un hombre y tan grande que los cuatro hijos de Piotr Vladímirovich habrían cabido dentro con holgura. El techo llano servía como plataforma donde dormir, mientras que las entrañas servían para cocinar la comida, calentar la cocina y preparar baños de vapor para los enfermos.
—¿Qué cuento queréis esta noche? —preguntó Dunia.
Gozaba del calor del horno a su espalda mientras delante de ella los hijos de Piotr ocupaban varios taburetes. A todos les encantaban las historias; incluso al segundo, Sasha, que era muy consciente de su devoción. De habérselo preguntado, habría insistido en que prefería pasar la velada rezando. No obstante, en la iglesia hacía frío y fuera caía aguanieve con insistencia. Sasha había asomado la cabeza al exterior y, con la cara empapada, se había dado por vencido y retirado a un taburete algo apartado del resto, desde donde contemplaba la escena afectando indiferencia pía.
Los demás clamaron ante la pregunta de Dunia:
—¡El halcón Finist!
—¡Iván y el lobo gris!
—¡El pájaro de fuego! ¡El pájaro de fuego!
El pequeño Aliosha se puso de pie en su asiento y agitó los brazos para que Dunia lo oyera por encima de las voces de sus hermanos, y, ante tanto escándalo, el dogo de Piotr levantó su enorme cabeza surcada de cicatrices.
Antes de que Dunia pudiera contestar, la puerta de entrada se abrió de golpe y se oyó el rugido de la tormenta. Una mujer apareció bajo el dintel y se sacudió el agua de la larga melena. Le relucía la cara del frío, pero estaba aún más delgada que sus hijos; el fuego arrojaba sombras sobre sus mejillas macilentas, sobre su garganta y sus sienes. Sus ojos hundidos reflejaban el resplandor de la chimenea. Se agachó y cogió a Aliosha en brazos.
El niño dio un grito de alegría.
—¡Mamá! —chilló—. ¡Mátushka!
Marina Ivánovna se sentó en un taburete y lo acercó a las llamas. Aliosha, aún entre sus brazos, se aferró a su trenza con ambas manos. Marina temblaba, pero llevaba tanta ropa de abrigo que no era evidente.
—Rezo por que esa oveja desdichada pueda parir esta noche —dijo ella—. Si no, temo que no volvamos a ver a vuestro padre. ¿Estás contando cuentos, Dunia?
—Si consigo que se callen —respondió la anciana con aspereza.
También había sido el aya de Marina, mucho tiempo antes.
—Pues yo también quiero —contestó ella al instante.
Hablaba con tono alegre, pero con los ojos oscurecidos. Dunia le clavó la mirada mientras el viento sollozaba fuera.
—Cuenta el del rey del invierno, Duniashka. Háblanos del demonio del hielo, Karachún. Esta noche ronda por ahí fuera y está rabioso por el