Marianne
—Galvania—
Tres segundos es el tiempo exacto que necesita Marianne para recuperar el aliento antes de volver a Hann. Labios. Mejilla derecha. Cuello. Hombro al descubierto, y de nuevo a la boca. A sus dieciséis años, Marianne sólo ha besado a un chico, pero le ha besado muchas veces. Hann es el único traspié que se ha permitido jamás, y es quien hace que su día a día sea apasionante.
Casi siempre se reúnen allí: un cuartucho sin ventanas lleno de tuberías, válvulas y telarañas, situado detrás de la despensa del castillo. Ella ni siquiera está segura de para qué sirve; cree que tiene que ver con el sistema de regadío de los jardines. La verdad, le da igual. Lo importante es que, gracias a un bendito pasadizo oculto que lo conecta con el exterior, es el único lugar en el que Hann puede colarse sin ser visto.
No es el sitio más romántico del mundo, pero ¿a quién le importa eso? Con las manos de Hann explorando su espalda y el roce de sus rizos castaños en las mejillas, Marianne tiene que obligarse a recordar dónde se encuentra. El corazón ya le late lo bastante fuerte; no necesita añadir la posibilidad de que la descubran allí, en mitad de algo que haría que sus padres se llevaran las manos a la cabeza.
Los dos jóvenes se separan y ella aprovecha para mirar a Hann. Es el sueño de cualquier muchacha a la que le guste que le canten una canción. Una melodía de amor y aventuras acompañada de una mirada verde y profunda que tantea el terreno antes de besarte en los labios: ese es Hann.
—¿Quieres ir a algún sitio esta noche? —pregunta él—. Creo que hay un recital en un bar cerca de la calle Fyl.
Marianne se separa un poco más. De repente, se siente cansada.
—Es que… —se recoge un mechón de pelo color caoba detrás de la oreja— tendría que inventarme una excusa para mis padres, y no creo que cuele que he vuelto a quedar con las chicas del club de lectura. Les dije lo mismo hace cuatro días.
—¿Y estás segura de que no puedes hablarles de mí?
A veces le cuesta no ponerse a gritar cuando Hann adopta esa postura. Es como si pensase que todo el mundo vive igual que él, como si no entendiese que ellos dos, para empezar, ni siquiera tendrían que haberse conocido. Marianne mira por la ventana antes de sus lecciones y sueña con poder escabullirse para verlo; él duerme por el día y recita poesía por las noches. Sabe que Hann no tendría por qué colarse por pasadizos para reunirse con ella en un cobertizo mugriento, que podría simplemente esperarla en la ciudad, con sus amigos, con sus instrumentos y el grupo de chicas que le rodean siempre. Es consciente de que si lo tiene delante es porque de verdad le importa pasar tiempo con ella.
Pe