UNO
MARÍA MOREVNA
Era el ocaso de un día de finales del invierno y dos hombres atravesaban el patio de un palacio maltrecho por el fuego. El patio era una extensión de tierra mojada y pisoteada donde se había derretido la nieve. Se les hundían los pies en el barro hasta los tobillos; sin embargo, hablaban con decisión, con las cabezas juntas, y no hacían caso de la humedad. A su espalda había un palacio lleno de muebles rotos y manchas de humo; las pantallas de madera calada de las escaleras se habían hecho pedazos. Ante ellos se hallaban las ruinas chamuscadas de un establo.
—Chelubéi ha desaparecido en mitad del caos —se lamentó el primer hombre—. Estábamos ocupados intentando salvar el pellejo.
Una mancha de hollín le ennegrecía la mejilla y se le habían secado las salpicaduras de sangre en la barba. Un par de surcos de cansancio que parecían las huellas de un pulgar azul le afeaban la tez bajo los ojos grises. Era joven, tenía el pecho ancho y musculoso y la energía mística de los hombres que han sobrepasado la frontera del agotamiento y han entrado en un insomnio absurdo y persistente. Todas las miradas lo seguían por el patio. Era el gran príncipe de Moscú.
—El pellejo y un poco más —dijo el otro, el monje, con humor funesto.
Lo cierto era que, contra todo pronóstico, la ciudad seguía casi intacta y bajo su control. La noche anterior, un complot había pretendido deponer y asesinar al gran príncipe, aunque eran muy pocos los que lo sabían. La ciudad entera había estado a punto de quedar reducida a cenizas, pero una milagrosa tormenta de nieve los había salvado. Eso sí lo sabía todo el mundo. Un enorme tajo negro partía en dos el corazón de la ciudad, como si por la noche la mano de Dios hubiera caído sobre ella envuelta en llamas ardientes.
—No ha sido suficiente —replicó el gran príncipe—. Aunque nos hayamos salvado, no hemos respondido ante la traición.
A lo largo de ese día tan amargo, el príncipe había tenido palabras de aliento para todos los hombres con los que se había cruzado y órdenes serenas para los que habían reunido a los caballos que habían sobrevivido y retirado las vigas calcinadas del establo. No obstante, el monje, que lo conocía bien, le adivinaba el agotamiento y la rabia que le afloraba bajo la superficie.
—Yo mismo partiré mañana con todo aquello de lo que podamos prescindir —dijo el príncipe—. Encontraremos a los tártaros y los mataremos.
—¿Quieres irte ahora de Moscú, Dmitri Ivánovich? —le preguntó el monje con una pizca de inquietud.
Una noche y un día sin dormir no habían hecho mella en el temperamento de Dmitri.
—¿Piensas recomendar lo contrario, hermano Aleksandr? —le soltó con un tono que sobresaltó a sus sirvientes.
—La ciudad no puede estar sin ti —respondió el monje—. Hay muertos que llorar; hemos perdido graneros y animales y almacenes. Los niños no comen venganza, Dmitri Ivánovich.
El monje había dormido tan poco como el gran príncipe y no era capaz de disimular lo que sentía. Llevaba el brazo izquierdo vendado con lino, puesto que una flecha le había penetrado la carne por debajo del hombro y había salido por el otro lado.
—Los tártaros me han atacado en mi