La representación iconográfica, ya sea dibujo, pintura o escultura, ha acompañado al cristianismo prácticamente desde sus orígenes. El arte paleocristiano, con una fuerte adaptación de los temas, formas y estilos grecorromanos, impuso el símbolo y la imagen como elementos constitutivos de la nueva fe. Su finalidad didáctica, catequética y también identitaria quedaron configuradas desde muy pronto, tal y como atestiguan los restos conservados en las catacumbas o las pequeñas esculturas en piedra o marfil que datan del siglo IV. La imagen se utilizó desde muy pronto como modo de condensar la simbología de los textos bíblicos y de los sacramentos.
Teniendo en cuenta la estrechísima relación entre Biblia, liturgia y sacramentos, desde muy temprano se configuró un repertorio iconográfico de raíz bíblica que se ha mantenido hasta el día de hoy y que ha convivido con la iconografía de los santos y representaciones de carácter simbólico de naturaleza dogmática.
La expresión artística de tema bíblico es, por tanto, una constante en la historia del arte. Uno puede encontrar los temas de la Biblia paseando por el interior de un templo, visitando un museo, abriendo un libro, visionando una película o caminando por la calle al encontrarse con esculturas emplazadas en fachadas o plazas, testigos de cómo el tiempo transcurre. Ningún ámbito escapa en la cultura occidental a la influencia de la Biblia. Este conjunto de libros, y muy especialmente el Nuevo Testamento, han sido y son fuente de inspiración para la actividad artística. Además, la estima del libro, su mensaje y sus historias han hecho que también él haya sido considerado como objeto artístico bellamente encuadernado o decorado por diversos artistas a lo largo de la historia con las más bellas miniaturas y grabados.
El volumen que el lector tiene entre sus manos pretende, desde la óptica de una biblista, preguntarse cuál ha sido la influencia de la Biblia en las artes, cómo han sido plasmadas sus historias y cuál ha sido la repercusión que esas imágenes han tenido en la propia lectura e interpretación de los textos. Probablemente más de uno piense que esa es tarea de un historiador del arte y, sin duda, hay muchos elementos en común o, dicho de otro modo, este trabajo no sería posible sin una sólida formación artística. Sin embargo, la mirada del biblista es distinta; no le interesa tanto la calidad artística de una obra, sus características iconográficas o su repercusión en la historia del arte, como la información que aporta sobre cómo ha sido leído e interpretado un texto bíblico a lo largo de la historia y cómo cada representación iconográfica, independientemente de su calidad, ha influido en la comprensión y transmisión de los relatos.
Entre la imagen y el texto se establece una conexión indisoluble, una influencia mutua que alimenta y enriquece a ambas partes. La imagen no puede ser comprendida sin el conocimiento del texto (o de los textos relacionados con él), pero el relato no es ajeno a la imaginación y memoria visual del lector que ha sido configurada a través de las imágenes que ha ido viendo e integrando de modo inconsciente.
Al leer o escuchar el relato del hijo pródigo cada uno de nosotros se imagina esa historia. Las imágenes mentales que cada uno conserva