UN FANTASMA DEL SIGLO XX
El mejor momento para verla es cuando el lugar está casi lleno. Está esa historia tan conocida del hombre que va a la sesión de madrugada de un cine y se encuentra la sala casi desierta. A mitad de la película, mira a su alrededor y la ve sentada a su lado en una butaca que apenas unos instantes antes estaba vacía. El hombre se la queda mirando. Ella gira la cabeza y lo mira también, le sangra la nariz y tiene los ojos dilatados y tristes. Me duele la cabeza, susurra. Tengo que salir un momento. Si me pierdo algo, ¿me lo cuentas luego? Es entonces cuando el hombre se da cuenta de que es tan incorpórea como el rayo de luz de color azul cambiante que sale del proyector, de que puede ver a través de su cuerpo. Entonces ella se levanta y se desvanece. También está la historia del grupo de amigos que van juntos al cine Rosebud el jueves por la noche. Uno de ellos se sienta junto a una mujer sola, vestida de azul. Como la película tarda en empezar, decide entablar conversación con ella. ¿Qué ponen mañana?, le pregunta. El cine estará oscuro mañana, le responde ella. Esta es la última sesión. Poco después de empezar la película, desaparece. De vuelta a su casa después de la película, el hombre muere en un accidente de coche.
Estas y muchas otras famosas historias relacionadas con el cine Rosebud son falsas…, meras leyendas inventadas por gente que ha visto demasiadas películas de terror y que cree saber muy bien cómo funciona un cuento de fantasmas.
Alec Sheldon, uno de los primeros en ver a Imogene Gilchrist, es propietario del Rosebud y a sus setenta y tres años sigue manejando él mismo el proyector casi todas las noches. Con solo hablar unos segundos con una persona que afirma haberla visto, sabe si dice o no la verdad. Pero esa información se la guarda para sí y nunca desmiente en público la historia de nadie… Sería perjudicial para el negocio.
Aun así, sabe muy bien que quien afirma haber visto a través de ella miente. Algunos de estos charlatanes hablan de sangre que mana de su nariz, sus oídos, sus ojos; afirman que les dirigió una mirada suplicante y les pidió que llamaran a alguien, que buscaran ayuda. Pero ella no sangra nunca así y, cuando tiene ganas de hablar, no es para pedir un médico. Muchos de los supuestos testigos empiezan su relato de la misma manera: «No se va a creer lo que acabo de ver». Y están en lo cierto, porque él no se lo cree, aunque siempre los escucha con una sonrisa paciente, casi alentadora.
Aquellos que la han visto no van en busca de Alec para contárselo. Lo más normal es que sea él quien los vea a ellos deambulando por el vestíbulo con paso vacilante; están conmocionados y no se sienten bien. Necesitan sentarse un momento. Nunca dicen: «No se va a creer lo que acabo de ver». La experiencia está todavía demasiado reciente y la idea de que quizá no les crean no les viene hasta más tarde. A menudo se hallan en un estado que podría calificarse de adormecimiento, de aceptación incluso. Cuando piensa en el efecto que ejerce en quienes se encuentran con ella, se acuerda de Steven Greenberg saliendo de una proyección deLos pájaros una fría tarde de domingo en 1963; Steven tenía entonces doce años y pasarían doce más antes de que se hiciera famoso: en