Elizabeth y la llamada
Elizabeth no está soñando. Se oye un tintineo lejano, procedente de algún rincón de la casa; no es el sonido de unas campanillas de verdad, sin embargo, sino el timbre digital del teléfono fijo. El aparato, inalámbrico y barato, está descuidado, se deja sin cargar a menudo y suele encontrarse, la mayoría de las veces, encajonado entre los cojines del diván junto con una colección de cáscaras de pistacho, bolígrafos y gomas para el pelo. Elizabeth siente una repulsión visceral contra la ineficiencia de la línea fija por lo que al devenir de su día a día respecta. Las únicas llamadas que recibe ese teléfono son de ofertas de tarjetas de crédito, vacaciones ganadas en falsos sorteos, organizaciones benéficas o colectivos políticos minoritarios que buscan dinero y el ocasional mensaje colectivo grabado en la localidad de Ames con el que se anuncia el cierre de los centros de enseñanza cuando se desencadena alguna ventisca.
Cuando sus hijos eran pequeños, Elizabeth decidió conservar la línea para que pudieran marcar el 911 «si sucede alguna desgracia». Esa era la frase que utilizaba con sus encandilados retoños mientras se esforzaba por describirles el nebuloso y trepidante protocolo de emergencia del hogar de los Sanderson. Dejados ya atrás esos primeros años, más difíciles de lo que a ella le gustaría reconocer, cada uno de los tres Sanderson es dueño de su propio teléfono inteligente. Lo cierto es que la línea fija se ha convertido en una reliquia obsoleta. Sobrevive por la sola e inexplicable razón de que le resulta más económico conservar el teléfono junto con el lote que incluye Internet y la tele por cable. Es de locos.
Se oye un tintineo lejano, procedente de algún rincón de la casa, y no es el móvil que está debajo de su almohada. Elizabeth se quedó dormida esperando el tono de las pistolas láser deStar Trek que la avisa cada vez que recibe algún mensaje de texto de su hijo Tommy, que tiene trece años y está a punto ya de cumplir los catorce. Un simple mensaje de texto es la única cláusula innegociable de su acuerdo para quedarse a dormir en la casa de cualquiera de sus amigos, incluso en la de Josh. En el transcurso de este verano ha detectado ya una evolución, o involución, en la tendencia de Tommy a comunicarse con ella, reflejada en los mensajes que el muchacho se digna enviarle cuando duerme fuera: a mediados de junio era «Voy a acostarme ahora, mamá», lo que semanas después se redujo primero a «buenas noches, mamá», después a «buenas noches» y por último a «bn», y si Tommy hubiera podido mandarle un gruñidito irritado (su forma de expresión no verbal predilecta en esos momentos, sobre todo cada vez que Elizabeth o su hija Kate, quien tiene once años y está a punto ya de cumplir los doce, le piden algo), así lo habría hecho. Y ahora, a mediados de agosto, cambiada la fecha exacta al día 16 hace tan sólo una colección de minutos, los mensajes de texto brillan por su ausencia.
La una y veintiocho minutos de la madrugada. El teléfono fijo deja de sonar. El silencio subsiguiente está impregnado de temibles posibilidades. Elizabeth se sienta y comprueba el móvil dos veces, tres; ningún mensaje reciente. Tommy y su amigo Luis iban a pasar la noche con Josh. Llevan ya un mes turnándose para dormir en una casa u otra. Tommy, Josh y Luis: los tres amigos1. Ese es el apodo que ella misma les puso a principios de verano, cuando los chicos se habían reunido bajo su techo para pegarse una maratón con todas las películas de la trilogía de Batman. Tommy reaccionó emitiendo un gemido, abochornado. «Oye, ¿eso es un chiste mexicano o algo por el estilo?», preguntó Luis, y Tommy se puso más colorado que una señal destop mientras los demás se mondaban d