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La maestra Koishi
Si diez años componen una historia, el inicio de este relato se remonta a dos décadas y media anteriores al tercer año de la Era Showa (1928). Por aquel entonces, en Japón se reformó el sistema electoral, se estableció el sufragio universal y en febrero se celebraron las primeras elecciones enmarcadas en la nueva ley.
Dos meses más tarde, el cuatro de abril, se asignó a una joven maestra a una aldea solitaria en la costa del mar interior de Seto, un entorno de montaña dedicado a la agricultura y la pesca. Esa pequeña población —con poco más de cien casas— se hallaba en el extremo de un estrecho y largo cabo que formaba una bahía prácticamente cerrada, por lo que más que una bahía parecía un lago. Para llegar al pueblo y a las aldeas de la orilla opuesta, había que cruzar el mar en barca o caminar pacientemente a través de la senda montañosa que serpenteaba a lo largo del cabo.
Como la aldea estaba tan mal comunicada, los alumnos de primaria asistían durante los cuatro primeros cursos a la escuela filial en la misma aldea y a partir de quinto comenzaban a desplazarse a diario a la escuela principal1 del pueblo situado a cinco kilómetros de distancia. Cada jornada sus sandalias de paja, hechas a mano, se rompían de tanto ir y venir. Pero todos los alumnos se enorgullecían de esto y era motivo de alegría estrenar sandalias nuevas cada mañana. Confeccionar sus sandalias con sus propias manos era una tarea que se les asignaba a partir del quinto curso. Les entretenía reunirse cada domingo en casa de uno y preparar los pares necesarios para toda la semana. Los niños pequeños los observaban con envidia y aprendían a hacerlas con solo mirar. Para esos pequeños, llegar a quinto significaba poco menos que independizarse, y eso que las clases en la escuela de la aldea eran muy amenas.
En esta escuela filial solo había dos maestros: como si fuese una regla establecida, siempre enviaban a un maestro mayor y a una maestra tan joven que podría ser su hija. Había otra costumbre más: el maestro residía en la sala de guardia, colindante con la sala de profesores que hacía las veces de oficina, y se ocupaba de tercero y cuarto cursos. Y la maestra acudía a diario a la escuela, tras recorrer un largo camino, y se ocupaba de los dos primeros cursos, de las clases de Canto2 de todos los cursos y de la clase de Costura de las alumnas de cuarto. Los alumnos nunca los llamaban por su nombre, sino simplemente maestro y maestra. Y en tanto que un maestro permanecía durante años en la escuela de la aldea, con la humilde aspiración de jubilarse y vivir de la pensión en un futuro próximo, a la maestra se la trasladaba a otra escuela al cabo de un año o dos como máximo. Se rumoreaba que esa costumbre tenía la doble finalidad de asignar el último empleo a un maestro mediocre, sin posibilida