: Isabel Montero Bonilla
: La ingeniosa amante
: Editorial Agua
: 9788412650976
: 1
: CHF 8.80
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 352
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Esta no es una novela romántica. O sí. ¿Será, acaso, una novela romántica antirromántica? A ver, vayamos al principio. Sol es una chica normal. Cumple con su trabajo, transporta de un lado a otro la mochila del gimnasio sin acabar de ir y devora novelas de amor y grasas saturadas. Sol, que no ha tenido novio durante más de un mes, es una romántica sin remedio y está dispuesta a todo para encontrar el amor, hasta es capaz de quedar con Saúl, un desconocido al que llamó por error. Y es que todo es tan romántico que tiene el presentimiento de que esta, al fin, puede ser su historia de amor definitiva... Aunque pronto descubrirá que nada que merezca la pena es fácil, y con Saúl todavía menos. Por suerte Sol dispone de la ayuda de Viviana, la protagonista de su novela favorita, esa incesante fuente de sabiduría romántica que la ayudará a guiar sus pasos y convertir a Saúl en el hombre de sus sueños.

Isabel Montero, como muchas otras hijas de los 80's, ha sido pluriempleada y precaria. Estudió Psicología y Sexología con la principal intención de nutrir sus textos. La ingeniosa amante es su primera irrupción en el mundo de la novela, una historia de amor real como la vida misma, con un toque extra de humor para que el camino hasta el príncipe azul sea un poquito más llevadero. ¡Seguro que no te deja indiferente!

Capítulo 2:¿QUIÉN DIJO ESO DENO NEWS, GOOD NEWS?


Delante del cursor parpadeante, con los puños a la altura de los mofletes, era incapaz de concentrarse en los balances que tenía que hacer. Para ella, los activos y pasivos se habían convertido en inalcanzables ecualizadores bailongos sobre los cuales no podía posar la atención. Lo único que miraba hipnotizada eran los minutos pasar en su móvil, recostado en su hamaca como un turista de un todo incluido gracias a un nuevo artilugio que se procuró en un bazar y donde lo apoyaba como si de un marajá se tratase. Albergaba la secreta superstición de que, si se portaba bien con el teléfono, este sería bueno y le llegarían más mensajes. En especial los de él. Es por esta razón que ahora lo llevaba siempre con el timbre a tope, uno de esos bocinazos molestísimos que se oía desde lejos, acompañado de una vibración sandunguera. Antes, en su discreción absoluta, durante las horas laborales el aparato permanecía en silencio y guardado en el bolso, y solo lo miraba cuando iba al baño, que en aquella oficina con hileras de puestos hasta donde alcanzaba la vista nunca sabías quién te podía estar vigilando. Y como mucho, en los días más osados, hacía un ejercicio de contorsionismo, se retorcía sobre sí misma y echaba un ojo dentro del bolso, con la ilusión de ser cauta, creyendo no ser vista, para comprobar si le había llegado algún mensaje importante.

Pero ni el cursor engendraba números como si de una titilante puerta mágica se tratase, ni el móvil vibraba. Su pantalla se mantenía negro brillante, superficie yerma y resbaladiza que le hacía de espejo reflejando su cara deformada en una lánguida interrogación. Y no nos vamos a engañar, ese móvil nunca había sido una fiesta. No es que no recibiera mensajes, sus amigas hablaban mucho por los grupos e, incluso, le reenviaban chistes en cadena o presentaciones lacrimosas: historias de superación humana, reveladoras frases filosóficas como las de las galletas de la suerte que comían en las películas que tanto le gustaban, o fotos de gatitos, vídeos guarretes y hasta planes y quedadas. Pero ahora vivía esperando la llamada. O el mensaje. Cualquiera lo podría entender, no es que fuera desagradecida con sus amigas. Esto, simplemente, era otra cosa. Y muy importante, además. Casi sentía que la vida le iba en ello, que un mal paso haría que todo se fuera al garete y la devolviera a la casilla de salida. Es por esto por lo que se le pinchaban las esperanzas cada vez que le llegaban todas estas falsas alarmas, como si fuera víctima de una cruel broma.

Mientras tanto, el capuchón de su bolígrafo parecía estar pagando las consecuencias de sus nervios desde que lo conociera aquella tarde. Azul y retorcido, le hacía de mordedor antiestrés. Primero intentó meter las esquinas de sus dientes en el agujero que tenía arriba del todo, como el de los delfines, pero no consiguió más que ablandar un poco el borde y sacarle un mínimo volante de plástico. Así que pronto se dejó de tapujos y cogió el capuchón solo para llevarse a la boca esa patita cóncava y dúctil, luciéndolo entre los labios como un puro en el lejano Oeste. Y al fin, esa mañana en la que se cumplía justo una semana, siete días con sus largas noches en las cuales, a veces, también le parecía escuchar entre sueños el tintineo de un mensaje y lanzaba el brazo como un rehilete para comprobar que no había nada, aquella mañana, tras ciento sesenta y ocho horas y más de ci