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En el centro de la catedral había una reproducción del Cielo llamadaCasa Dorada. La techumbre se abría como una flor para revelar una cavidad del tamaño de una persona; allí yacía el cuerpo del pobre príncipe Rufus amortajado en blanco y oro. Sus pies descansaban sobre el bendito umbral de laCasa; su cabeza reposaba acunada por un nido de estrellas doradas.
Al menos, así debería haber sido. El asesino del príncipe Rufus lo había decapitado. La Guardia había peinado bosques y pantanos, buscando en balde la cabeza del príncipe; lo iban a sepultar sin ella.
Yo estaba en la escalera del coro, de cara al funeral. A mi izquierda, desde el púlpito, el obispo rezaba por encima de laCasa Dorada, la familia real y los nobles dolientes que abarrotaban el corazón de la iglesia. Tras una barandilla de madera, el pueblo afligido llenaba la cavernosa nave. Nada más terminar el obispo su plegaria, yo tenía que interpretar laInvocación a san Eustaquio, que escoltaba a las almas por la Escalera Celestial. Me tambaleé mareada, aterrorizada, como si me hubiesen pedido que tocara la flauta al borde de un acantilado azotado por el viento.
En realidad, no me habían pedido que tocase, no estaba en el programa; cuando me marché, le prometí a papá que no tocaría en público. Había escuchado laInvocación una o dos veces, pero nunca la había tocado. Aquella ni siquiera era mi flauta.
Sin embargo, el solista que elegí se sentó sobre su instrumento y torció la lengüeta; el suplente hizo demasiadas libaciones por el alma del príncipe Rufus y estaba en el jardín del claustro, muerto de arrepentimiento. No tenía un segundo suplente. El funeral sería un desastre sin laInvocación. Yo era la responsable de la música, así que dependía de mí.
La plegaria del obispo llegaba a su fin; el obispo describía el glorioso Hogar Celestial, morada de Todos los Santos, donde todos descansaríamos algún día en la dicha eterna. No mencionó ninguna excepción, no tenía por qué. Mis ojos se desplazaron de manera involuntaria hacia el embajador dragón y su benévola comitiva, sentados detrás de la nobleza, aunque delante del pueblo. Llevaban sus saarantrai —sus formas humanas—, pero se les distinguía fácilmente, incluso a esa distancia, por los cascabeles plateados de los hombros, los asientos vacíos a su alrededor y su aversión a agachar la cabeza durante el rezo.
Los dragones no tienen alma. Nadie espera compasión de ellos.
—¡Así sea por siempre! —recitó el obispo.
Esa era la señal para que saliera a tocar, pero en ese preciso momento descubrí a mi padre en la atestada nave, detrás de la barrera. Estaba pálido y demacrado. Dentro de mi cabeza oí las palabras que me dijo el día en que me despedí para irme a la corte, hacía apenas dos semanas: «Bajo ninguna circunstancia debes llamar la atención. Si no piensas en tu propia seguridad, al menos recuerda todo lo que yo podría perder».
El obispo se aclaró la garganta. Yo estaba helada en mi interior y a duras penas podía respirar.
Traté desesperadamente de encontrar algo mejor en lo que centrar la mirada.
Mis ojos se posaron en la familia real, tres generaciones juntas sentadas ante laCasa Dorada, un cuadro de dolor. La reina Lavonda dejaba que los mechones grises le cayeran sobre los hombros; sus húmedos ojos azules estaban enrojecidos de tanto llorar por su hijo. La princesa Dionne, inmóvil en su asiento, miraba con fur