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Fellowes habría querido soltar un puñetazo en la cara de algún cretino francés, pero tuvo que conformarse con golpear el escritorio de su cabina con la palma abierta y arrojar su sombrero al suelo cuando cerró la puerta tras él. Estaba furioso, sobre todo consigo mismo. Sabía que había apuñalado en el orgullo a los bonapartistas al burlar su bloqueo y era de esperar que fueran en su busca, pero hasta entonces se había convencido de que sus perseguidores les habían perdido el rastro.
Al menos un capitán del otro bando cazaba con la misma tenacidad de la que Fellowes se enorgullecía, y había conseguido no sólo sorprender a laLionheart en mitad del cielo, sino también atraparlos entre dos fuegos con el viento a su favor. Si no lo odiara tanto en aquel momento, Fellowes le hubiera felicitado por su astucia. Un frances obstinado que, además, contaba a sus órdenes con un navío de guerra de al menos setenta y cuatro cañones, alineados en sus costados a dos alturas, y seiscientos hombres en sus tripas. El triple que ellos.
Lo único que podía hacer en aquel instante era huir con el rabo entre las piernas y aprovechando todo el viento que pudiera en las velas. Había pasado de depredador a presa. Adiós a sus tres octavos del botín y a su dignidad. Ordenó virar el timón y desplegar hasta las camisas de repuesto de toda la tripulación si hacía falta con tal de tener algo más de empuje, antes de dejar a su primer teniente al mando.
—Dispare una última andanada a nuestra presa, señor Byrne —le había indicado también antes de bajar a la cabina—. Si queda al borde del naufragio, mejor que mejor. A ver si sus compatriotas franceses hacen caso a su honor y a su conciencia y van a rescatarlos. Así al menos tendremos algo más de ventaja.
No había querido ver el resultado. Si sufría algún revés más, la vena hinchada de su cuello podría llegar a estallar de verdad. Mientras Fellowes comenzaba a abrir cajones y a recoger papeles, desde el otro lado de la puerta le llegó el sonido de unos pasos que bajaban los escalones desde el alcázar. Sonaron tres golpes.
—Adelante.
El mayor Hansford asomó la cabeza.
—Si quieres estar solo, me marcho.
Fellowes masculló algo incoherente, con la lengua trabada por la rabia. Su amigo lo interpretó como una invitación a entrar.
—Creo que es la primera vez en años que preguntas antes de entrar en mi cabina —dijo al fin el capitán mientras seguía acumulando papeles.
—Si siempre llamo a la puerta, Samuel.
—Pero nunca esperas a que te conteste. Te da igual que esté en la letrina.
Ahí el mayor no quiso replicar nada. Se limitó a observar mientras el capitán abría un saquillo de arpillera y metía en é