Prólogo
Cuando Tessie Dombegh tenía seis años y todavía era incontrolable, casó a su hermana gemela, Jeanne, en el patio de la casa de su infancia.
Es decir, la casó con el primo Kenneth. Tessie, envuelta en una de las togas de letrado de papá que sujetó con una incoherente cinta roja, interpretaba al sacerdote.Rafy, el sabueso, era la dama de honor (Tessie le había dado perspicazmente un ramillete de bocas de dragón).
Llegaba el final del verano, y el ciruelo dejaba caer la fruta sobre los senderos enladrillados del jardín como pequeñas bombas de ciruela que fermentaban al sol y emborrachaban a las abejas. Estas, la peor calaña de invitados a una boda, zumbaban en órbitas lentas y aterrorizaban al novio.
Tessie trasladó la celebración a una punta del jardín libre de abejas, donde la fuente del hombre verde, siempre obstruida con hojas, gorgoteaba y alborotaba y salpicaba agua a intervalos. El padre Tessie —era un clérigo, a fin de cuentas— se subió al murete bajo de la fuente y se volvió hacia la feliz pareja, forzando la solemnidad en su expresión mientras pasaba las hojas del pesado volumen que cargaba, igual que el sacerdote en la boda de la tía Jenny la semana anterior.
A diferencia del sacerdote de San Munn, el libro del padre Tessie no era elBreviario de ritos, sino el primer volumen deLas aventuras del pirata porphyriano Dormidio y su valerosa tripulación. Pasó rápidamente las páginas hasta que tuvo el relato «Dormidio y el erizo gigante de Balbolia» abierto delante, y entonces dijo:
—Oremos.
Rafy sacudió el ramo como si fuera una ardilla. Los pétalos salieron volando por todas partes.
Jeanne inclinó su dorada cabeza, coronada de claveles blancos y flores de madreselva rosa. Abrazaba un ramo de lirios amarillos contra el corpiño de su mejor vestido, el de terciopelo azul celeste con botones de plata que había llevado en la boda de la tía Jenny. (Tessie, de cabello oscuro, fue con el mismo vestido en verde, y después rasgó la falda trepando a la pérgola de glicinias de la casa del conde Julian, justo lo que le habían dicho mil veces que no hiciera).
A Kenneth, que no había sido informado de que se iba a casar ese día, le habían vestido precipitadamente con uno de los jubones más alegres de papá, de seda color vino; tenía nueve años y era más alto que las gemelas, pero todavía le llegaba hasta las rodillas. Dócil como una vaca, había dejado que Tessie le adornara los rizos pelirrojos con ramitos de guipsófilas, que más bien hacían que pareciera que había salido arrastrándose de debajo de un arbusto.
—Agacha la cabeza, Kenneth —le susurró a su primo, que miraba embobado al vacío—. Y tendrías que cogerle la mano.
—No quiero cogerle la mano —dijo Kenneth, arrugando la nariz pecosa y chata.
Era siempre tan obediente que esa resistencia pilló a Tessie por sorpresa.
—Tienes que hacerlo —le regañó—. Si no, la ceremonia no vale.
Kenneth puso los ojos en blanco y agarró la mano de Jeanne con una de sus mugrientas zarpas. Jeanne se ruborizó, y Tessie lo interpretó como un signo de felicidad y no de timidez. Esos dos estaban menos entusiasmados por casarse de lo que ella había previsto. Era un mal augurio para su gran experimento, a menos que pudiera darle la vuelta a las cosas.
Pasó una página y siguió con el servicio, recitando los votos. Ellos balbucieron sus respuestas, pero Tessie tenía una capacidad ferviente para ilusionarse y decidió que el Cielo podría oírlos, aunque ella no. Por fin pronunció la bendición final