1. Experiencias que hieren: una mirada evolutiva
La experiencia es una joya y así debe ser,
porque con frecuencia se adquiere a un precio infinito.
WILLIAM SHAKESPEARE
Ágata tiene 13 años, está estudiando tercero de secundaria y ha empezado a utilizar el teléfono móvil tal vez demasiado precozmente. Se lo regalaron por haber aprobado y, como todos los adolescentes, lo utiliza sobre todo para socializar. Un día Ágata recibe de una compañera de clase una captura de pantalla de una conversación entre esa misma compañera y una tercera amiga, en la que aparece, entre otros, el siguiente mensaje: «Ágata se viste de manera ridícula, y el hecho de que no se dé cuenta hace que además parezca estúpida».
Desde aquel día la muchacha no piensa en otra cosa, hace meses que no quiere ir a la escuela, llora y apenas come. Un simple mensaje de WhatsApp ha tenido consecuencias inimaginables.
La mañana del 29 de mayo de 2012, Giovanni estaba trabajando cuando durante veinte interminables segundos la tierra tembló y provocó el hundimiento de buena parte del edificio donde se encontraba. Cuando acudió a nosotros en busca de ayuda, no podía pensar en otra cosa, hacía meses que no iba al trabajo y sufría fuertes ataques de ansiedad si se hallaba en lugares elevados.
En la escala de las diez principales experiencias traumáticas, los terremotos aparecen en los primeros puestos; los mensajes de WhatsApp ni siquiera se contemplan.
Lo que acabamos de explicar puede parecer provocador, pero nos es de utilidad para un objetivo muy preciso. Ante todo, para distanciarnos de entrada, y de forma clara, de un enfoque que pretenda definir etiológicamente qué puede o no puede ser definido como un hecho traumático (utilizando palabras que están muy de moda) o, en cualquier caso, como una experiencia capaz de trastocar completamente nuestra vida. En segundo lugar, para acercar al lector desde las primeras líneas de este texto a una visión de las consecuencias de un hecho en cuyo centro aparece la percepción que el individuo tiene de sí mismo, de los otros y del mundo que lo rodea, como resultado de algo que solo la experiencia subjetiva puede transformar (de manera inconsciente) en profundamente doloroso. De modo que no podemos decidir qué es o qué no es una experiencia traumática sin tener en cuenta la percepción del individuo que la ha sufrido.
Silvia tiene 33 años, dos hijos y un cáncer de mama ya operado y extirpado con éxito, según dicen los médicos. Se lo diagnosticaron un año antes de que acudiera a nosotros. Recuerda muy bien elshock en el momento del diagnóstico, recuerda incluso cómo iba vestida y peinada la médica encargada de comunicárselo y el puñetazo en el estómago que sintió en aquel momento. Esa opresión en el estómago no ha desaparecido, la siente todas las mañanas cuando se levanta y no la abandona hasta la noche, antes de acostarse. Silvia no piensa nunca en el pasado. Vive el día a día pensando que ya no tiene un futuro. Un futuro borrado por una palabra: cáncer.
María, en cambio, no tiene presente. Lo perdió el día en que su exmarido se enteró de su nueva relación y empezó a perseguirla para volver con ella. Comienza, por tanto, su proceso con nosotros en medio de la tormenta, con una taquicardia casi constante y el miedo a salir sola de casa, junto con la obligación de seguir con su vida y la de su hijo de diez años. Ha perdido el placer de hacer cualquier cosa, por la noche está muy fatigada y solo desea encerrarse en casa y meterse en la cama.
¿Qué tienen en común estos casos? Tras un hecho, a veces incluso en apariencia banal (un breve mensaje), a veces claramente catastrófico (el terremoto o el cáncer) o a veces formando parte de una experiencia vital considerada normal (la separación conflictiva), las personas no consiguen percibir el pasado, el presente o el futuro como lo habían hecho hasta entonces.
Un acontecimiento más o menos inesperado o una experiencia aparentemente banal se convierten en líneas de separación. Tanto si uno queda atrapado en el pasado, privado de la visión del propio futuro o