Uno
Después de más de cinco siglos, elElogio de la locura de Erasmo de Rotterdam sigue siendo una lectura aleccionadora. Página tras página, esbozamos una sonrisa y asentimos con la cabeza, casi a nuestro pesar, cuando carga contra los intelectuales porque olvidan que por cada gramo de razón alojada en su cerebro hay un kilo de pasiones que recorren a sus anchas la totalidad de su cuerpo. Cuando se trata de ser útiles para el mundo, escribe Erasmo, quienes gustan de considerarse eruditos corren a consultar sus libros y sus silogismos, y mientras ellos se aferran a los libros y los silogismos sin dejar de pensar y repensar las cosas, los necios, a ciegas, se apresuran a dar un paso adelante y hacen lo que hay que hacer. Erasmo nos recuerda que, por mucho que los doctos dejen escapar una sonrisa disimulada ante la locura del amor, saben tan bien como el resto de nosotros que sin esa locura la sociedad perdería su cemento y su cohesión. Erasmo agarra de las solapas a las personas nobles y les sacude el moralismo, culpándolos de olvidar que nosotros, los seres humanos, somos tan frágiles y tan obstinados y nos dejamos adular con tanta facilidad para pensar que siempre tenemos razón, que ni siquiera podemos mantener una amistad ordinaria sin que los unos seamos condescendientes con las faltas de los otros. Erasmo reserva su elogio de la ruptura de la pasión con la razón para rebelarse contra lo que está mal, para disfrutar de las cosas de la vida con la inocencia de los niños, para pasar por alto los defectos de los demás.
Despojado de la sátira, por no decir de la ironía de que un sabio tan magnífico se burle de la importancia del conocimiento, el tono bromista del libro no pretendía hacer daño a sus colegas y compañeros clérigos. Cuanto más leemos a Erasmo, más fácil es comprender cuáles son sus verdaderos motivos: alentar a sus lectores a que dejen escapar una buena carcajada al contemplarse a sí mismos y a que confíen más en la mejor parte de su yo.
Me gustaría abordar el elogio de la civilidad con ese mismo espíritu; aunque es evidente que lo haré sin el talento para la retórica y sin el ingenio que Erasmo incorporó a su prosa. Para quienes se toman demasiado en serio su indignación moral ante los males de la sociedad, para los críticos sociales que tienen la sensación de que nada se experimenta verdaderamente hasta que se ha convertido en un juicio acerca de lo que está bien y lo que está mal, tal vez la civilidad pueda parecer una virtud de rebaño propia de quienes son demasiado tímidos para defender sus derechos y aquello en lo que creen. Hasta el lector más sosegado y optimista puede resistirse a la llamada de la civilidad porque la entiende como la ilusión romántica de un loco que no tiene los pies en la tierra. Más adelante tendremos que volver sobre ello para hacer frente a estos recelos. Sucede únicamente que me parece que empezar por ahí sería hacerlo por el lugar equivocado.
Hay que reconocer que, a simple vista, una muestra de la propagación casi epidémica de la incivilidad que ha acabado por infectar cada vez más a nuestra ciudadanía cada vez en más lugares podría colocarnos en una posición mejor. Para empezar, la incivilidad es una faceta mucho más fácil de detectar que la civilidad. Cuando Tolkien se detuvo en mitad deEl Hobbit para reflexionar acerca de cómo iba progresando su relato, encendió una luz para iluminar nuestra oscura disposición a fijar la atención sobre determinadas cosas de la vida y pasar por alto otras:
Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días que se pasan de un modo agradable se cuentan muy pronto y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas que son incómodas, estremecedoras y aun horribles,