Introducción
Este libro presenta un conjunto de ensayos filosóficos escritos a lo largo de casi veinte años (1993-2012), y en ellos se pueden observar algunos de los cambios de mis ideas durante ese período de tiempo.1 Si me preguntaran qué confiere unidad a este volumen, si es que hubiera algo, solo me sería posible responder con vacilación. Si pudiera desprenderse un sentido de esta vacilación, probablemente sería este: cuando hablamos de la formación del sujeto, siempre asumimos un umbral de vulnerabilidad e impresionabilidad que parece preceder a la formación de un «yo» consciente y deliberado. Eso solo significa que esta criatura que yo soy está afectada por algo exterior a sí mismo, entendido como un a priori, que activa y da forma al sujeto que soy. Cuando uso el pronombre en primera persona en este contexto, no estoy hablando exactamente de mí. Sin duda, lo que digo tiene implicaciones personales, pero opera en un nivel relativamente impersonal. No voy a citar todo el tiempo el pronombre en primera persona entre esas comillas aterradoras, aunque quiero aclarar que cada vez que digo «yo», también estoy refiriéndome a ti, y a todos aquellos que usan el pronombre o hablan una lengua que conjuga la primera persona de otro modo.
Estoy insinuando que antes de poder decir «yo» ya me veo afectada, y que en cualquier caso tengo que estar afectada para ser capaz de decir «yo». Sin embargo, estas proposiciones tan claras fracasan al intentar describir el umbral de vulnerabilidad que precede a cualquiera de los sentidos de individuación o la capacidad lingüística para la autorreferencialidad. Se podría decir que solo estoy sugiriendo que los sentidos son primarios y que sentimos cosas, experimentamos impresiones, antes de formar cualquier pensamiento, incluyendo los pensamientos que podamos tener sobre nosotros mismos. Esta caracterización estaría en lo cierto según lo que voy a decir, pero no bastaría para explicar lo que pretendo mostrar.
En primer lugar, no estoy segura de que haya ciertos «pensamientos» que intervengan cuando sentimos algo. Y en segundo, quiero subrayar el problema metodológico que subyace a cualquier reivindicación de la supremacía de los sentidos: si digo que ya me veo afectada antes de poder decir «yo», mi palabra llega mucho después del proceso que pretendo describir. De hecho, mi posición retrospectiva siembra dudas sobre si realmente puedo describir esta situación, puesto que hablando en sentido estricto, yo no estaba presente en el proceso, y por lo visto, yo mismo soy uno de sus diversos efectos. Además, bien puede ser que, retroactivamente, reconstruya ese origen en función del fantasma que sea que me atenaza, de modo que tú solo obtendrás un relato de mi fantasma, no de mi origen. Dado que se trata de cuestiones harto controvertidas, uno podría pensar que deberíamos guardar silencio, evitando por completo el uso de la primera persona, ya que la función indexical fracasa justo en el momento en que pretendemos gobernar sus fuerzas para ayudarnos a describir algo difícil. Yo sugeriría, más bien, aceptar este desfase y proceder con un estilo narrativo que apunte a la condición paradójica de intentar relatar algo sobre mi formación, que es previo a mi propia capacidad narrativa y que, de hecho, da lugar a esa capacidad narrativa.
Tomemos la conocida frase de Nietzsche donde «truenan […] las doce campanadas del mediodía», y sobresaltan a la persona autorreflexiva, que solodespués se frota las orejas «sorprendida» y «perpleja» y se pregunta «¿qué es lo que en realidad hemos vivido allí?».2 Podría ser que este desfase, lo que Freud denominaba «retroactividad»(Nachträglichkeit), sea un rasgo inevitable de investigaciones como esta, y sea lo que infiere a la narración la perspectiva histórica del presente. Aun más, ¿es posible intentar dotar de una secuencia narrativa al proceso de verse afectado, un umbral de vulnerabilidad y transmisión y reflexión, y expresar una vida que todavía no existía y, en parte, dar cuenta de la emergencia de ese yo?
Algunas ficciones literarias se basan