I
Veintiún años y cinco meses menos tres días
(10 de septiembre de 2004, 11:00 horas)
La saliva le cayó en la combinación negra de acrílico y le mojó las carnes lechosas. Pese a haberlo lanzado con furia, el escupitajo no llegó a alcanzar la pantalla de la televisión encendida. Si no hubiera tenido ochenta y cuatro años y si su salud no se hubiera agotado al final de su juventud, se habría levantado para cambiar de canal. Había conseguido, y solo Dios sabe con cuánto esfuerzo, ir al baño. Los pañales gratuitos del servicio social no le parecían una comodidad: en definitiva, seguía siendo mearse encima. Pero al volver del váter, situado engorrosamente al final del pasillo, casi en la salida, una arritmia le había dado sensación de ahogo. Tuvo que sentarse en la savonarola, junto a la cómoda, a cinco metros de la cama de matrimonio; cinco metros que, con los latidos del corazón en desbandada, le parecían una verdadera trocha cuesta arriba.
El mando a distancia se había quedado encima de la mesita, entre las pastillas para la tensión y el diurético. Allí estaba, grasiento y burlón por las cuotas sin pagar, mientras la tele, al volumen de un oído senil, transmitía aquel programa que le revolvía las tripas. Solo un corte de electricidad habría podido apagar la pantalla que entreveía desde su asiento. Pero era un día de sol, sin rayos ni nubarrones amenazantes listos para fulminar algún poste de la luz. Un terremoto, quizá. Aunque fuera una pequeña sacudida como la de dos años atrás, precisamente en esos mismos días de septiembre, que hiciera aullar las alarmas antirrobo de los coches de la calle Olivuzza y cortase el suministro eléctrico durante varias horas. Sin embargo, el juego de café de la vitrina y los colgantes de la lámpara parecían petrificados.
Una rubia con el pelo corto y un traje rayado se afanaba presentando a los invitados con rostros difuminados y nombres falsos. Por razones de seguridad, explicaba con un aire de orgullo, como si se sintiera parte del Cuerpo Nacional de Policía. La voz distorsionada y metálica de la señora María empezó a hablar de su decisión de testificar contra la mafia, de su amor por la verdad y la justicia, del futuro mejor para sus hijos, y del Estado, sí, exactamente del Estado, que la había dejado en secreto en un tugurio de un pueblo, sin agua caliente y con las cañerías rugiendo. Pero no se echaría atrás, no, jamás. Lo volvería a hacer porque la dignidad, y lo dijo con tono solemne, es capaz de vencer la fuerza de los mafiosos y la inercia del Gobierno.
¡Puta! Buu, buu, le gritó la vieja mientras un hilillo de baba salía de su boca deshidratada. Yo sola estuve, nada me dieron y nada pedí, ni un duro ni una rosca. Puh, puh, exclamó de nuevo, limitándose a emitir el ruido para evitar otro salivazo en la ropa.
La psicóloga, con las piernas cruzadas y una estilográfica en la mano para dirigir la tertulia, habló del efecto catártico de la decisión de testificar y después analizó su importancia social y política. Todo esto, precisó, no puede quedarse sin la respuesta empática de las instituciones; no puede subsistir sin la promoción también empática de la cultura de la legalidad; no puede aplicarse sin que todos nos pasemos la mano por la conciencia y nos sintamos, empáticamente, una parte del todo. Efectivamente, el todo, porque nosotros somos el todo. Nosotros y también ustedes en casa, concluyó satisfecha.
Una mierda, respondió la vieja tratando de escupir otra vez, pero como la saliva no salía, se ayudó con un corte de manga dirigido a la televisión, tan fuerte que se dejó el antebrazo enrojecido.
Tenía que tragarse aquel circo de buitres que sometían las historias de los desgraciados a las inflexiones de los aplausos y de las pausas publicitarias. No había manera de olvidar y olv