II
«¿No os parece? Es tan bonita que entran
ganas de clavarle los dientes»,
MARCEL PROUST,Un amor de Swann
El reloj del comedor, que siempre iba adelantado, dio las ocho. Las botellas de la leche ya debían de estar encima de la mesa. Una gallina se puso a cacarear como si se hubiese vuelto loca. Era la gallina negra, que acababa de poner un huevo.
Aloma se estiró entre las sábanas tibias. Oyó golpes en la pared. El niño la avisaba, como cada día, para que fuese a vestirlo. A veces, si no hacía frío, en vez de llamar entraba corriendo y se metía en la cama con ella. Era dócil como un cachorrito. Se oyeron más golpes y Aloma gritó:
–¡A la bodega, con el almirante y todo! ¡Barco pirata a la vista!
Los golpes pararon; la morera rozaba los cristales de la ventana. ¡Qué libro! Hacía estremecerse. Lo había cerrado hacia la mitad, alterada, pero lo había vuelto a abrir. Tenía dolor de cabeza y no sabía si era por culpa del libro o porque se había mojado tanto. O por culpa de haber dormido poco y mal. Había puesto una camisa arrebujada al pie de la puerta para que la luz no saliese por la rendija. Si hubiesen pasado su hermano o su cuñada y hubiesen visto que tenía la lámpara encendida a altas horas de la noche, ¿qué excusa habría podido poner?
Saltó de la cama y se acercó a la ventana. Hacía sol y las hojas de los árboles brillaban. El chaparrón de la tarde había lavado todas las plantas, los tejados de las casas de la ladera, las coles de los huertos de más allá. Solo la casa abandonada, salpicada de manchas de humedad, parecía más triste. Durante dos o tres años allí había vivido una familia muy extraña. El padre trabajaba en la compañía eléctrica; era uno de esos hombres que se suben a los postes con unos ganchos en los pies. Le debían de pagar mal, porque pasaban grandes penurias. Anna siempre decía que le daban miedo. Todos iban harapientos: la mujer, el hombre, la hija y el hijo. La hija tenía la cabeza como un estropajo, las piernas torcidas, los dientes amarillos y carcomidos. La madre no debía de peinarse nunca y se ataba el pelo grisáceo con una cuerda. «Si no pueden comprarse un peine –decía la señora Baixeres–, que se peinen con los dedos». Nadie en el vecindario los quería. Al atardecer, la madre y los hijos salían a recoger leña. Volvían cargados con ramas y hierba seca, y la chica llevaba un capazo lleno de papeles sucios. Caminaban despacio, sin abrir la boca. Hacía tres meses que habían desaparecido. La chica se había casado. Tenía catorce años; su marido, dieciocho, y todavía más pobre que ellos. El viejo que les había alquilado la casa les tenía arrendado un trozo de campo; cuando le dijeron que se iban respiró. Al menos se encontraría la verdura que plantaba. El pequeño, decía, era un ladronzuelo. Pero debían de pasar tanta hambre...
Aloma se puso de puntillas y se estiró. Oyó que Joan caminaba por el pasillo y, después, le pareció que hablaba con el niño. Anna debía de estar preparando los desayunos. Pronto llegaría su hermano. Se llamaba Robert.
–Quizá tiene ganas de casarse y ha pensado en ti –le había dicho Joan, riéndose. Ella se había girado, indignada.
–No pienso casarme.
Antes de apagar la lámpara había escondido el libro encima del armario. No lo encontraría nadie. Anna no hacía limpieza a fondo, y menos en su habitación. Había soñado con el gato. Resucitaba y le decía: «No te dejes engañar; no te cases». Llevaba gafas, y zapatos en las patas de atrás. Tenía cara de listo. El pelo le brillaba, limpio de aquella roña que le había hecho sufrir tanto cuando estaba vivo. De un salto se encaramó a lo alto del armario, había cogido el libro con los dientes, lo había tirado al suelo, y había dicho: «Lee, lee...».
Fue al baño. Joan lo había mandado hacer tiempo atrás con el dinero de una paga de Navidad. Los grifos goteaban siempre. La bañera estaba desconchada. La llenó hasta la mitad; primero bañaría al niño, después aprovecharía el agua para ella. El calentador se estropeaba a menudo y hacía ruido de caldera vieja. De repente las llamitas bajaron. Aloma fue hasta la escalera y gritó:
–¡Anna, apaga el fogón, que no puedo calentar el agua; el gas no sube!
Cuando el fogón de la cocina estaba encendido, el gas no tenía suficiente fuerza para llegar arriba. Volvió al baño y las llamas estaban altas. Con una toalla en el brazo fue a buscar al niño.
–Tenemos que pensar, capitán. La goleta peligra, la latitud no está bien, la rosa de los vien