: Mercé Rodoreda
: Aloma
: Edhasa
: 9788435049030
: 1
: CHF 8.00
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 168
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
A sus dieciocho años, Aloma es una joven solitaria y soñadora. Cuando su cuñado, Robert, llega de América para establecerse en la casa familiar de Barcelona por un tiempo, se verá sorprendida por sentimientos tan contradictorios como desconocidos para ella. Es esta una historia de amor desgraciado, la historia del fracaso de una relación compleja en un ambiente familiar desgastado, narrada a través de componentes líricos y simbólicos alrededor de la condición humana más profunda. Porque Aloma, desengañada y triste, deberá abandonar sus ideales adolA sus dieciocho años, Aloma es una joven solitaria y soñadora. Cuando su cuñado, Robert, llega de América para establecerse en la casa familiar de Barcelona por un tiempo, se verá sorprendida por sentimientos tan contradictorios como desconocidos para ella. Es esta una historia de amor desgraciado, la historia del fracaso de una relación compleja en un ambiente familiar desgastado, narrada a través de componentes líricos y simbólicos alrededor de la condición humana más profunda. Porque Aloma, desengañada y triste, deberá abandonar sus ideales adolescentes y aprender a plantar cara a la vida. Escrita originalmente en 1936, Aloma es la novela que enlaza la producción de preguerra y posguerra de Mercè Rodoreda y, de hecho, la única obra que salvó de todo lo que había escrito en su juventud. Se publicó de nuevo en 1969, y en ella se basa esta edición. Completamente revisada por la autora, en la novela prima la sutileza narrativa más allá de un tiempo específico, más acorde con sus intereses literarios del momento, y alejada de las ideas de la época en la que fue escrita inicialmente. Es, en definitiva, un fluir delicado de la historia y las palabras, en una armonía que alcanza la perfección. Quizás la novela más tierna de Mercè Rodoreda. Ahora con nueva traducción para conmemorar el 50 aniversario de su muerte.

Mercè Rodoreda ( 10-10-1908 / 13-04-1983 ) Es sin duda la escritora catalana más universal de todos los tiempos, y su obra ha sido traducida a casi una treintena de lenguas. De sus cuatro primeras novelas, sólo recuperó, tras reescribirla, Aloma (ganadora del Premi Crexells en 1937), que le reportó ya un notable éxito internacional. Forjó en el exilio el grueso de su obra literaria (novela, cuento, teatro y poesía), en la que destacan títulos como La plaza del Diamante (1962), La calle de las Camelias (1966) o Jardín junto al mar (1967), pero a su regreso en 1972 aún escribiría obras tan notables como Espejo roto (1974), Parecía de seda y otros cuentos (1978), Viajes y flores (1980, Premio de la Crítica Serra d'Or, Premio Ciudad de Barcelona y Premio Nacional de Crítica) y Cuánta, cuánta guerra (Premio de la Crítica Serra d'Or 1982). La profundidad y la belleza de su estilo, su innegable talento para la creación de personajes femeninos y su prespicacia para captar la esencia de los ambientes en que sitúa sus obras la han convertido en uno de los grandes clásicos de la literatura europea del siglo XX. En 2008, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, Edhasa publica Cuentos, que recopila todos los cuentos que Rodoreda publicó en distintos volúmenes (Parecía de seda y otros cuentos, Viajes y flores, Mi cristina y otros cuentos, 22 cuentos)

II

«¿No os parece? Es tan bonita que entran

ganas de clavarle los dientes»,

MARCEL PROUST,Un amor de Swann

El reloj del comedor, que siempre iba adelantado, dio las ocho. Las botellas de la leche ya debían de estar encima de la mesa. Una gallina se puso a cacarear como si se hubiese vuelto loca. Era la gallina negra, que acababa de poner un huevo.

Aloma se estiró entre las sábanas tibias. Oyó golpes en la pared. El niño la avisaba, como cada día, para que fuese a vestirlo. A veces, si no hacía frío, en vez de llamar entraba corriendo y se metía en la cama con ella. Era dócil como un cachorrito. Se oyeron más golpes y Aloma gritó:

–¡A la bodega, con el almirante y todo! ¡Barco pirata a la vista!

Los golpes pararon; la morera rozaba los cristales de la ventana. ¡Qué libro! Hacía estremecerse. Lo había cerrado hacia la mitad, alterada, pero lo había vuelto a abrir. Tenía dolor de cabeza y no sabía si era por culpa del libro o porque se había mojado tanto. O por culpa de haber dormido poco y mal. Había puesto una camisa arrebujada al pie de la puerta para que la luz no saliese por la rendija. Si hubiesen pasado su hermano o su cuñada y hubiesen visto que tenía la lámpara encendida a altas horas de la noche, ¿qué excusa habría podido poner?

Saltó de la cama y se acercó a la ventana. Hacía sol y las hojas de los árboles brillaban. El chaparrón de la tarde había lavado todas las plantas, los tejados de las casas de la ladera, las coles de los huertos de más allá. Solo la casa abandonada, salpicada de manchas de humedad, parecía más triste. Durante dos o tres años allí había vivido una familia muy extraña. El padre trabajaba en la compañía eléctrica; era uno de esos hombres que se suben a los postes con unos ganchos en los pies. Le debían de pagar mal, porque pasaban grandes penurias. Anna siempre decía que le daban miedo. Todos iban harapientos: la mujer, el hombre, la hija y el hijo. La hija tenía la cabeza como un estropajo, las piernas torcidas, los dientes amarillos y carcomidos. La madre no debía de peinarse nunca y se ataba el pelo grisáceo con una cuerda. «Si no pueden comprarse un peine –decía la señora Baixeres–, que se peinen con los dedos». Nadie en el vecindario los quería. Al atardecer, la madre y los hijos salían a recoger leña. Volvían cargados con ramas y hierba seca, y la chica llevaba un capazo lleno de papeles sucios. Caminaban despacio, sin abrir la boca. Hacía tres meses que habían desaparecido. La chica se había casado. Tenía catorce años; su marido, dieciocho, y todavía más pobre que ellos. El viejo que les había alquilado la casa les tenía arrendado un trozo de campo; cuando le dijeron que se iban respiró. Al menos se encontraría la verdura que plantaba. El pequeño, decía, era un ladronzuelo. Pero debían de pasar tanta hambre...

Aloma se puso de puntillas y se estiró. Oyó que Joan caminaba por el pasillo y, después, le pareció que hablaba con el niño. Anna debía de estar preparando los desayunos. Pronto llegaría su hermano. Se llamaba Robert.

–Quizá tiene ganas de casarse y ha pensado en ti –le había dicho Joan, riéndose. Ella se había girado, indignada.

–No pienso casarme.

Antes de apagar la lámpara había escondido el libro encima del armario. No lo encontraría nadie. Anna no hacía limpieza a fondo, y menos en su habitación. Había soñado con el gato. Resucitaba y le decía: «No te dejes engañar; no te cases». Llevaba gafas, y zapatos en las patas de atrás. Tenía cara de listo. El pelo le brillaba, limpio de aquella roña que le había hecho sufrir tanto cuando estaba vivo. De un salto se encaramó a lo alto del armario, había cogido el libro con los dientes, lo había tirado al suelo, y había dicho: «Lee, lee...».

Fue al baño. Joan lo había mandado hacer tiempo atrás con el dinero de una paga de Navidad. Los grifos goteaban siempre. La bañera estaba desconchada. La llenó hasta la mitad; primero bañaría al niño, después aprovecharía el agua para ella. El calentador se estropeaba a menudo y hacía ruido de caldera vieja. De repente las llamitas bajaron. Aloma fue hasta la escalera y gritó:

–¡Anna, apaga el fogón, que no puedo calentar el agua; el gas no sube!

Cuando el fogón de la cocina estaba encendido, el gas no tenía suficiente fuerza para llegar arriba. Volvió al baño y las llamas estaban altas. Con una toalla en el brazo fue a buscar al niño.

–Tenemos que pensar, capitán. La goleta peligra, la latitud no está bien, la rosa de los vien