La llegada a la tierra prometida
Allá va el Orient Express, a toda máquina, rumbo a la Tierra Prometida: se acerca con un estrépito ensordecedor, cuando los raíles lo arrojan de una vía a otra en una danza salvaje. Me anuncia en su idioma de acero la dicha y la libertad, me arrastra hacia el lugar de mis fantasías, hacia el momento fulgurante del reencuentro que había estado esperando durante cuatro años de revolución, de terror y de ruina, en los escombros de un mundo abolido.
Cuatro años de separación de mis seres queridos, que abandonaron el Cáucaso entonces aún libre, en los que me quedé sola con mi padre —aún ministro de la efímera República Independiente de Azerbaiyán— que, cuando los rusos reconquistasen el Cáucaso, acabaría en la cárcel por un delito imprevisto y yo, a los quince años, en la cárcel de un matrimonio forzoso. Durante esos años mortales, desde lo más hondo de mi desesperación, me refugio en los sueños, construyo mundos, imagino locuras, dichas inauditas, conquistas y victorias.
Minutos únicos de una vida entera, al fin los conozco: me vuelcan en el amanecer de un paraíso. Rígida de cuerpo entero en una espera apenas soportable, con la garganta seca, una opresión en el pecho donde late como un reloj enloquecido mi corazón de diecisiete años, espío por la puerta del tren la vida en marcha, sin ver los feos suburbios que desfilan ante mis ojos cegados por la emoción. Lo que vislumbro son los sueños, refugio de esos años pasados, años de frío, casi de hambruna, de angustia. Las conquistas y las victorias, pronto me haré con ellas para ya nunca soltarlas. Y ya estaba viviendo una enorme victoria: el desembarco en la Tierra Prometida, donde al fin llegaba tras la huida primero del Cáucaso, después de Constantinopla donde había abandonado a mi marido, colmándolo de falsas promesas. Él esperaba reunirse conmigo, yo esperaba no volver a verlo nunca: pobre hombre, víctima al igual que yo de la Historia que avanza y nos aplasta.
La bóveda de la estación de Lyon se cierra sobre el tren y lo cubre con su sombra. Va frenando, cada vez más, al fin se detiene y mi corazón se detiene con él: voy a morir. Pero no, moribunda, jadeante, temblorosa, logro bajar al andén sin caerme muerta y al fin los veo a través de las lágrimas. Son cuatro: mi madrastra Amina, el amor de mi infancia, mis dos hermanas, Zuleika y Sureya, y finalmente mi cuñado arrogante, insoportable. Y allí me encuentro abrazada por turnos y lloro y río y siento una dicha tal que ni la propia muerte podría arrebatármela. Pero no muero, mis lágrimas se secan, todo el mundo habla y ríe a la vez, me hacen preguntas, respondo sin pies ni cabeza. El sentimentalismo me ha embargado un instante, pero enseguida lo reprimo: está mal visto en mi familia, más bien inclinada a la ironía, a veces brutal. Y además allí está mi espléndido cuñado Murad, que sabe ser ingenioso hasta la crueldad; no nos dejará ponernos cursis. Lleva un bastón en la mano y se «espolea» con gesto seco, me examina con un aire socarrón que no promete nada bueno: mi charchaf —medio velo que llevan las mujeres turcas—, mi traje de chaqueta comprado en una tienda de confección de Constantinopla, mi apariencia de paleta provinciana, le causan un efecto hilarante. Su bastón apunta a mis caderas exuberantes y me siento acusada de un crimen. Estalla:
—Ay, por favor, parece que vayas disfrazada para una pantomima tituladaLa odalisca y el progreso; un charchaf en París, cejas de carretero caucásico. Y ese traje, ¡ni que estuviéramos en Taskent! ¡Y ese trasero que parece que sales del harén de Abdulhamid! Vamos a tener que alquilar una carretilla para transportarlo…
Amina y mis hermanas se enfadan, le dicen que me deje en paz, pero él sigue.
No quiero quedar mal y me río, sin forzarme: la vida es demasiado dulce, vivo un cuento de hadas que unos detalles disonantes no logran ensombrecer. Estoy como aturdida por el tránsito de la estación, por el ruido, el movimiento y la emoción, que sigue ahí, desgarrando mi sensibilidad con la dicha presente, con todos los sufrimientos padecidos durante estos cuatro años. Me daba la sensación de que, tras escapar de una cueva helada, llena de tinieblas, había subido a una pradera inundada de sol.
Sin embargo, ya novelis