HIJO DE MUCHOS PADRES
CREMONA Y EL VIOLÍN MODERNO
Llegué cuando el sol se estaba poniendo y los paseantes abarrotaban las terrazas de los bares en las plazas para tomarse un Aperol Spritz del color del atardecer. Los talleres de los lutieres en las estrechas callejuelas estaban cerrados, pero en los escaparates podían verse muchos instrumentos, cuyos barnices, de un intenso marrón dorado, reflejaban los últimos rayos del sol. Yo iba en una bicicleta vieja y destartalada a fuerza de traquetear por las calles adoquinadas de Cremona. Me la había prestado mi casera; tenía la cesta rota y el timbre no sonaba, la cadena estaba floja y sin engrasar, pero me llevaba por toda la ciudad a buen ritmo, aunque emitiendo un chirrido a cada golpe de pedal. Era la hora punta y me acababan de adelantar a toda velocidad un monje franciscano y una señora con un perrito de aguas dormido en la cesta de su bici. Cualquiera que me viera parándome delante de cada taller donde se manufacturaban violines pensaría sin duda que había ido a Cremona para comprar un violín, aunque el único que estaba considerando seriamente comprar era uno de chocolate que había visto en una pastelería junto a la catedral. No necesitaba ningún instrumento nuevo, lo que ansiaba era saber más sobre un viejo violín y a eso había ido a Cremona: a averiguar dónde comenzó la vida del violín de Lev. Para entonces ya había leído unas cuantas historias sobre la fabricación de violines y los libros más antiguos solían citar Cremona como el lugar donde el instrumento fue reinventado y donde los violines tradicionales empleados en la música folclórica de toda Europa habían evolucionado hasta convertirse en los sofisticados instrumentos que conocemos hoy en día. Mientras pedaleaba por las callejuelas caí en la cuenta de que Cremona no era únicamente el lugar donde comenzó la historia del violín de Lev. Estar allí significaba hallarse en el centro de la historia de todos los grandes violines italianos jamás fabricados.
Por todas partes había talleres obotteghe de lutieres, pero no todos se encontraban a pie de calle. Cuando descubrí uno que anunciaba su presencia con un violín colgando del balcón de un primer piso, me di cuenta que debía mirar más allá de los escaparates de los locales más visibles en las calles principales. Dejé mi bicicleta, junto a muchas otras, apoyada contra una pared y empecé a examinar las placas de latón en los portones en busca de nombres de fabricantes de violines cuyos talleres estaban ocultos en los palacios de la calle principal. También pegué la nariz a los polvorientos escaparates de otros talleres en las callejuelas laterales. Y al atravesar la puerta trasera de un bar descubrí un taller astutamente escondido bajo una enorme glicinia al fondo de un patio.
Los lutieres que tenían la suerte de trabajar en locales a pie de calle se mostraban muy imaginativos a la hora de utilizar el espacio de sus escaparates. Algunos recreaban los salones del sigloXVIII donde los violines, apoyados sobre antiguas sillas doradas, conversaban con rechonchos querubines echados en pedestales junto a ellas. Otros lutieres mostraban sus instrumentos junto a una colección de frascos de botica que contenían los arcanos ingredientes para fabricar los barnices que se empleaban en Cremona desde el sigloXVI, mientras otros llenaban el espacio disponible con piezas sueltas de instrumentos, de manera que en lugar de un violín, un violoncelo o una viola completos, lo que se veía era solamente la pálida curva de una tabla armónica sin barnizar, hermosas volutas o una tabla de fondo a