Nota previa: sobre la importancia de esta conversación
Manuel Cruz
Odio, violencia y emancipación son, sin duda, categorías heterogéneas que, en principio, remiten a esferas nítidamente diferenciadas de la vida humana. Así, la primera —el odio— ha tendido tradicionalmente a ser recluida en la esfera de lo privado, esto es, a ser considerada como un sentimiento estrictamente individual. En consecuencia, se interpretaba que de su estudio debían ocuparse determinadas disciplinas y saberes (en particular la psicología, aunque no sólo), especializados en el conocimiento de los diversos aspectos de la individualidad.
Ahora bien, de un tiempo a esta parte se ha hecho evidente que la generalización (y diversificación) del odio (junto con alguna otra categoría complementaria, como es el miedo) no puede seguir siendo analizada en tan restrictiva clave. Se odia (al igual que se teme) demasiado (y demasiadas cosas) como para seguir pensando que tales sentimientos son asuntode cada cual. Tanto es así que no ha faltado quienes se han atrevido a definir a nuestra sociedad actual precisamente como una sociedad de odio. Sin duda estamos ante un fenómeno inducido, cuyos antecedentes y cuya intención se pretende ayudar a esclarecer en lo que sigue.
¿Qué función se hace desempeñar en nuestras sociedades al odio? Sin perjuicio de los desarrollos que se puedan desplegar a lo largo de las diversas colaboraciones del volumen, un elemento fundamental ya puede ser señalado: dicho sentimiento desempeña el papel de un auténtico cemento cohesionador en determinado tipo de sociedades. ¿En cuáles? Tal vez (es sólo una hipótesis) en aquéllas que han asistido al declive de otras formas de cohesión, como las representadas, por ejemplo, por las viejas creencias religiosas o por un determinado tipo de proyectos colectivos, fuertemente unificadores de la comunidad.
Pues bien, es esta última sospecha la que abre paso, de pleno derecho en el discurso, a las otras dos categorías analizadas en la presente compilación. La sospecha, por cierto, se declina de diferentes maneras: no es, por así decirlo, una sospechade paso universal. La paralizadora, obsesiva, función del odio va adoptando diversas formas, de acuerdo con el momento y el lugar, lo que es como decir según la coyuntura y la concreta formación social de que se trate. Es este particular juego o articulación entre lo que permanece y lo que varía lo que constituyó el detonante, el estímulo inicial que se encuentra en el origen del libro que el lector tiene en sus manos.
La primera versión de este libro (publicada con el título que en esta nueva edición hemos conservado como subtítulo, a modo de recordatorio, esto es,Odio, violencia, emancipación) tuvo su origen en un pequeño ciclo de conferencias celebrado en noviembre de 2005 en el Centro de Cultura de España en Buenos Aires, con el apoyo entusiasta de su entonces directora, Lidia Blanco. Bajo este mismo título se le propuso en aquel momento a un pequeño grupo de filósofos argentinos y españoles (tres y tres, para ser exactos, número que luego, a efectos de publicación, aumentó hasta alcanzar un total de nueve) que dialogaran alrededor de cada uno de los conceptos con vistas a poner a prueba la hipótesis, tanto acerca de la cambiante naturaleza de las categorías como de su íntima articulación, que tutelaba el proyecto. La hipótesis se mantiene, qué duda cabe, pero precisaba de actualización. No sólo por lo que respecta a las dimensiones teóricas de los diversos asuntos que hoy resulta forzoso introducir (y que a principios de este siglo no tenían la notoriedad que luego han alcanzado), como a la necesidad de incorporar nuevas voces que sustituyeran a algunas de las presentes en aquel momento.
En todo caso la hipótesis en cuestión también admite ser enunciada en positivo. Se diría entonces que tanto el odio, como cualquier otrosentimiento social, resultan del todo ininteligibles si no son puestos en conexión con esos otros vectores, absolutamente básicos de la vida en común que son la violencia y la expectativa de emancipación. La insistencia en la conexión resulta particularmente importante a efectos de diferenciar, con la mayor nitidez posible, el planteamiento seguido aquí del defendido por quienes, simplificando su posición, consideran la violenci