CAPÍTULO 2
Sólo disfrutamos de unos meses de felicidad en el nido de amor japonés. Una vez a la semana iba a visitar a Maude y a la niña, llevaba la pensión e iba a dar un paseo por el parque. Mona tenía su trabajo en el teatro y con lo que ganaba asistía a su madre y a dos hermanos, que gozaban de buena salud. Aproximadamente una vez cada diez días comía en la tienda de ultramarinos francoitaliana, generalmente solo, porque Mona tenía que llegar temprano al teatro. De vez en cuando visitaba a Ulric para echar tranquilamente una partida de ajedrez con él. La sesión solía acabar con una charla sobre pintores y su forma de pintar. A veces me limitaba a dar un paseo al anochecer, generalmente por los barrios extranjeros. Muchas veces me quedaba en casa y leía o ponía discos. Mona solía llegar a casa hacia medianoche; tomábamos un bocadillo, hablábamos por unas horas y después a la cama. Me iba resultando cada vez más difícil levantarme por la mañana. Despedirme de Mona era siempre desgarrador. Al final, ocurrió que estuve sin ir a la oficina tres días seguidos. Fue una interrupción suficiente para que me resultara imposible regresar. Tres días y tres noches gloriosos, en que hice exactamente lo que me apeteció, comí bien, dormí todo el tiempo que quise, gocé de cada minuto del día, me sentí inmensamente rico por dentro, perdí cualquier deseo de luchar contra el mundo, sentí una necesidad irreprimible de iniciar mi vida privada, confiado con respecto al futuro, con la sensación de haber acabado con el pasado: ¿cómo iba a poder volver a la antigua rutina? Además, tuve la impresión de haber estado cometiendo una gran injusticia con Clancy, mi jefe. Por poca lealtad o integridad que hubiera en mí, tenía el deber de decirle que estaba harto. Sabía que no dejaba de defenderme poniendo excusas por míante su jefe, el recto y santo señor Twilliger. Tarde o temprano, Spivak, siempre al acecho tras mí, iba a reunir pruebas concluyentes en mi contra. Últimamente había andado mucho tiempo por Brooklyn, en pleno sector mío. No, se había acabado lo que se daba. Había llegado el momento de hablar con franqueza.
El cuarto día me levanté temprano, como si me prepararapara ir al trabajo. Esperé casi hasta que estuve a punto de irme para comunicar mi idea a Mona. Le encantó tanto, que me rogó dimitiera al instante y volviese a comer. También a mí me parecía que cuanto más rápido mejor. Indudablemente, Spivak encontraría enseguida a otro jefe de personal.
Cuando llegué a la oficina, había más candidatos que nunca esperándome. Hymie estaba en su puesto, con el oído pegado al teléfono, manejando frenéticamente el conmutador como de costumbre. Había tantas nuevas vacantes, que aunque hubiera tenido un ejército de volantes se habría visto impotente. Me dirigí a mi escritorio, saqué mis efectos personales, los guardé en la cartera y pedí a Hymie que se acercara.
«Hymie, me marcho», dije. «Te voy a dejar el encargo de que se lo notifiques a Clancy y a Spivak.»
Hymie me miró como el que mira a quien ha perdido el juicio. Hubo una pausa embarazosa y después, como si tal cosa, me preguntó qué pensaba hacer con respecto a la paga. «Que se la guarden», dije.
«¿Cómo?», gritó. Comprendí que esa vez no le cabía la menor duda de que yo estaba chiflado.
«No tengo valor para pedirles la paga, ya que me voy sin avisar, ¿no lo entiendes? Siento tener que dejarte en la estacada, Hymie. Pero tengo la impresión de que tú tampoco vas a durar mucho aquí.» Unas palabras más y me marché. Me quedé parado unos momentos fuera, delante del gran ventanal, para observar a los candidatos agitándose y arremolinándose. Se había acabado: como una operación quirúrgica. Me parecía imposible haber pasado casi cinco años al servicio de aquella empresa despiadada. Entendí cómo debía de sentirse un soldado al licenciarse.
¡Libre! ¡Libre! ¡Libre!
En lugar de meterme inmediatamente en el metro, fui paseando Broadway arriba, simplemente para ver cómo se sentía uno sin depender de nadie y en libertad a aquella hora de la mañana. Ahí tenía a los pobres trabajadores como yo corriendo hacia el tajo, todos con aquella expresión torva y atormentada que yo conocía tan bien. Algunos iban ya pateando las calles con la esperanza, incluso a aquella temprana hora de la mañana, de recibir un pedido, vender una póliza de seguros o co