II
El segundo verano vinieron todos a un tiempo. La primera cosa que supe fue que la señorita Rosamaría había perdido el niño el día de Reyes y que, pese a que ya hacía algunos meses, todavía estaba blanca. Las tres señoritas se pasaban las tardes juntas hablando. Feliu pintaba, pero sus mares ya estaban más alborotados, como si se fueran chinchando, y con unos pegotes de pintura que parecían cemento. El señorito Francesc se arrastraba por el jardín, pero sobre todo por dentro de la casa. Se puede decir que fue el año de Miranda.
Pronto empezaron a aburrirse y, para distraerse, mandaron llamar al profesor de los patines que vino por tierra, como ellos, y también medio aburrido. Compraron una barca colorada, de remos, porque decían que remar era un buen ejercicio. Y en cuanto lo hubieron dicho, empezaron a hacer excursiones con el coche, y nunca estaban en casa.
Una mañana, mientras hacía un tendido de flores trompeta y de pulmonarias, llegaron un par de camiones, con un maestro de obras, albañiles y unos cuantos hombres de pico y pala y empezaron a levantar los fundamentos de la torre nueva. Y cuando los fundamentos ya estaban en danza regresó aquel señor que había hecho fortuna en América y que se llamaba Bellom. Llevaba un traje blanco, de hilo, y un clavel rosa en la solapa. Las pulmonarias crecían un poco raquíticas y las cambié por verónicas con un poco de miedo de que, debido a la sombra que darían, me estropeasen las flores trompeta. El señor Bellom iba de un lado para otro estorbando a todo el mundo como si la torre tuviese que hacerla él en persona. El primer día me dijo:
–¿Qué planta?
–Verónicas.
Venía mañana y tarde, y siempre hablábamos. Un día me contó que su señora había muerto cuando les nació la hija. Después se sacó un papel arrugado del bolsillo y se lo volvió a guardar: «Acabo de recibir carta –me dijo–. Sólo tiene veinte años y es la estampa de su madre... Los mismos ojos, los mismos cabellos... De carácter se me parece... La semana próxima hará seis meses que se casaron».
–No he tenido nunca hijos –le contesté–, y casi lo celebro. Ya hay bastantes desgracias en este mundo.
Al principio, el señor Bellom daba un poco de miedo a la gente del pueblo. Más adelante le respetaron; decían que era un buen hombre. Al final no le hacían caso. Cuando me hubo hablado bastante de la hija empezó a hablarme de la señora y a decirme que había sido el hombre más enamorado del mundo. Lo que le ocurría a él no había ocurrido nunca a nadie. Pero era verdad que, cuando hablaba de su mujer, los ojos se le humedecían. Una tarde le llevé delante del eucaliptus, y le conté que ya estaba en el jardín antes de que hicieran la mayor parte de las casas del pueblo. «Este árbol –le dije– ha visto muchas penas y muchas alegrías. Y él siempre igual. Me ha enseñado a ser como soy, con cada hoja como una hoz y cada capullo como una caja de plomo con una flor dentro, velluda y colorada.» El jardín entonces era más oscuro, más escondido de lo que es ahora. La torre del señor Bellom, tan nueva, tan blanca, con las persianas pintadas de negro y rojo, con el jardín desnudo de árboles, echó a perder alguna cosa y es difícil decir exactamente qué. El día del eucaliptus llevé al señor Bellom hasta mi casita, con las rocas altas por detrás y los pinos en todo lo alto. Y le dije que allí vivía desde que había cumplido el servicio militar.
Toda la vida sirviendo en aquella casa... En el tejado no había baranda ni escalera para subir, pero me había hecho una escalera de madera yo mismo y allí me pasaba las noches de calor, rodeado por el olor de madreselva y escuchando al ruiseñor que tenía allí su nido. Y, casi sin darme cuenta, fui contando mi historia al señor Bellom: «Vine al mundo –le dije– por obra del Espíritu Santo. Mi madre lo contaba a todo el mundo...». El señor Bellom se rió un poco y dijo: «Siga, siga...».
Mi madre decía: «Mi hijo no tiene idea de lo que me costó; un esguince de dos dedos. Y con mi marido todavía no sabemos cómo fue, porque en cuanto me hacía un poco de daño yo me echaba a llorar y él se desilusionaba». Y mi padre decía: «Hijo mío, eres hijo de milagro. Se ve que tenías que venir al mundo fuera como fuera».
Nací a las doce del mediodía con una cruz en el paladar. Todo el pueblo vino a mirármela. La vida, de pequeño, me la pasé con un palmo de boca abierta. Mi madre siempre me tenía limpio y curioso, a punto de enseñarme. «Abre la boca, que vean la cruz.» Cuando le contaba estas cosas, el señor Bellom me escuchaba muy quieto y si me detenía, decía: «Siga, siga...». Y yo continuaba. Cuando comencé a pensar, siempre estaba un poco asustado por dentro, de ser tan distinto de todo el mundo. Si salía a jugar delante d