: Mercé Rodoreda
: Jardín junto al mar
: Edhasa
: 9788435049108
: 1
: CHF 7.20
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 256
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Bajo una historia simple, un viejo jardinero que cuenta a un interlocutor ausente la historia de un triángulo amoroso durante tres veranos consecutivos, Jardín junto al mar nos muestra el poder de destrucción del tiempo sobre la vida de los personajes y sobre las relaciones humanas que entre ellos suceden, pero también sobre sus cuerpos, sobre los jardines y sobre los paisajes. En definitiva, no es otra cosa que una novela de personajes que tiene en su perfecto logro su clave fundamental, de ahí la sensación del lector de saber más que el propio narrador... La voz y la perspectiva adoptada, conseguida con total verosimilitud y belleza poética, constituyen la marca de estilo que Rodoreda buscaba en todas sus creaciones literarias. Y, así, con un particular realismo que llega a la máxima expresión, este Jardín junto al mar constituye una de sus obras más maduras y acabadas. El empleo de una voz narrativa que no comprende las implicaciones y la gravedad de lo que está contando es uno de los recursos que mejor ha empleado Mercé Rodoreda en su obra. Una de las obras más maduras y acabadas de Rodoreda, donde su particular realismo llega a la máxima expresión. Mercé Rodoreda es la gran escritora catalana del siglo XX y su sensibilidad para expresar narrativamente conflictos sentimentales ha tenido siempre un muy amplio eco entre los lectores de los más diversos intereses y edades. El retrato de la sociedad catalana que se filtra a través de la novela es un valor añadido a la novela.

Mercè Rodoreda ( 10-10-1908 / 13-04-1983 ) Es sin duda la escritora catalana más universal de todos los tiempos, y su obra ha sido traducida a casi una treintena de lenguas. De sus cuatro primeras novelas, sólo recuperó, tras reescribirla, Aloma (ganadora del Premi Crexells en 1937), que le reportó ya un notable éxito internacional. Forjó en el exilio el grueso de su obra literaria (novela, cuento, teatro y poesía), en la que destacan títulos como La plaza del Diamante (1962), La calle de las Camelias (1966) o Jardín junto al mar (1967), pero a su regreso en 1972 aún escribiría obras tan notables como Espejo roto (1974), Parecía de seda y otros cuentos (1978), Viajes y flores (1980, Premio de la Crítica Serra d'Or, Premio Ciudad de Barcelona y Premio Nacional de Crítica) y Cuánta, cuánta guerra (Premio de la Crítica Serra d'Or 1982). La profundidad y la belleza de su estilo, su innegable talento para la creación de personajes femeninos y su prespicacia para captar la esencia de los ambientes en que sitúa sus obras la han convertido en uno de los grandes clásicos de la literatura europea del siglo XX. En 2008, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, Edhasa publica Cuentos, que recopila todos los cuentos que Rodoreda publicó en distintos volúmenes (Parecía de seda y otros cuentos, Viajes y flores, Mi cristina y otros cuentos, 22 cuentos)

II

El segundo verano vinieron todos a un tiempo. La primera cosa que supe fue que la señorita Rosamaría había perdido el niño el día de Reyes y que, pese a que ya hacía algunos meses, todavía estaba blanca. Las tres señoritas se pasaban las tardes juntas hablando. Feliu pintaba, pero sus mares ya estaban más alborotados, como si se fueran chinchando, y con unos pegotes de pintura que parecían cemento. El señorito Francesc se arrastraba por el jardín, pero sobre todo por dentro de la casa. Se puede decir que fue el año de Miranda.

Pronto empezaron a aburrirse y, para distraerse, mandaron llamar al profesor de los patines que vino por tierra, como ellos, y también medio aburrido. Compraron una barca colorada, de remos, porque decían que remar era un buen ejercicio. Y en cuanto lo hubieron dicho, empezaron a hacer excursiones con el coche, y nunca estaban en casa.

Una mañana, mientras hacía un tendido de flores trompeta y de pulmonarias, llegaron un par de camiones, con un maestro de obras, albañiles y unos cuantos hombres de pico y pala y empezaron a levantar los fundamentos de la torre nueva. Y cuando los fundamentos ya estaban en danza regresó aquel señor que había hecho fortuna en América y que se llamaba Bellom. Llevaba un traje blanco, de hilo, y un clavel rosa en la solapa. Las pulmonarias crecían un poco raquíticas y las cambié por verónicas con un poco de miedo de que, debido a la sombra que darían, me estropeasen las flores trompeta. El señor Bellom iba de un lado para otro estorbando a todo el mundo como si la torre tuviese que hacerla él en persona. El primer día me dijo:

–¿Qué planta?

–Verónicas.

Venía mañana y tarde, y siempre hablábamos. Un día me contó que su señora había muerto cuando les nació la hija. Después se sacó un papel arrugado del bolsillo y se lo volvió a guardar: «Acabo de recibir carta –me dijo–. Sólo tiene veinte años y es la estampa de su madre... Los mismos ojos, los mismos cabellos... De carácter se me parece... La semana próxima hará seis meses que se casaron».

–No he tenido nunca hijos –le contesté–, y casi lo celebro. Ya hay bastantes desgracias en este mundo.

Al principio, el señor Bellom daba un poco de miedo a la gente del pueblo. Más adelante le respetaron; decían que era un buen hombre. Al final no le hacían caso. Cuando me hubo hablado bastante de la hija empezó a hablarme de la señora y a decirme que había sido el hombre más enamorado del mundo. Lo que le ocurría a él no había ocurrido nunca a nadie. Pero era verdad que, cuando hablaba de su mujer, los ojos se le humedecían. Una tarde le llevé delante del eucaliptus, y le conté que ya estaba en el jardín antes de que hicieran la mayor parte de las casas del pueblo. «Este árbol –le dije– ha visto muchas penas y muchas alegrías. Y él siempre igual. Me ha enseñado a ser como soy, con cada hoja como una hoz y cada capullo como una caja de plomo con una flor dentro, velluda y colorada.» El jardín entonces era más oscuro, más escondido de lo que es ahora. La torre del señor Bellom, tan nueva, tan blanca, con las persianas pintadas de negro y rojo, con el jardín desnudo de árboles, echó a perder alguna cosa y es difícil decir exactamente qué. El día del eucaliptus llevé al señor Bellom hasta mi casita, con las rocas altas por detrás y los pinos en todo lo alto. Y le dije que allí vivía desde que había cumplido el servicio militar.

Toda la vida sirviendo en aquella casa... En el tejado no había baranda ni escalera para subir, pero me había hecho una escalera de madera yo mismo y allí me pasaba las noches de calor, rodeado por el olor de madreselva y escuchando al ruiseñor que tenía allí su nido. Y, casi sin darme cuenta, fui contando mi historia al señor Bellom: «Vine al mundo –le dije– por obra del Espíritu Santo. Mi madre lo contaba a todo el mundo...». El señor Bellom se rió un poco y dijo: «Siga, siga...».

Mi madre decía: «Mi hijo no tiene idea de lo que me costó; un esguince de dos dedos. Y con mi marido todavía no sabemos cómo fue, porque en cuanto me hacía un poco de daño yo me echaba a llorar y él se desilusionaba». Y mi padre decía: «Hijo mío, eres hijo de milagro. Se ve que tenías que venir al mundo fuera como fuera».

Nací a las doce del mediodía con una cruz en el paladar. Todo el pueblo vino a mirármela. La vida, de pequeño, me la pasé con un palmo de boca abierta. Mi madre siempre me tenía limpio y curioso, a punto de enseñarme. «Abre la boca, que vean la cruz.» Cuando le contaba estas cosas, el señor Bellom me escuchaba muy quieto y si me detenía, decía: «Siga, siga...». Y yo continuaba. Cuando comencé a pensar, siempre estaba un poco asustado por dentro, de ser tan distinto de todo el mundo. Si salía a jugar delante d