01.01
Cada Año Nuevo es irrepetible. A pesar de que siempre surge una teoría de la conspiración empeñada en terminar con la existencia humana tras la última campanada, todos los 1 de enero amanecen. Eso sí, nunca igual.
El sol caza en sus primeros parpadeos a quienes les importaron un bledo las uvas y madrugan aun siendo festivo. A quienes regresan a casa después de celebrarlo, pero han tenido que sentarse al borde de la dársena, con los trajes sucios como si se hubieran revolcado por la carretera y los zapatos a un lado, mientras mordisquean unas rosquilletas recién compradas en una máquina expendedora. A quienes despiertan sin más, con resaca o cuando ya es mediodía.
A Rebeca Roy, alias Beck, la pilla siendo un refrito terrible de todas esas personas y horas, con menos dignidad incluso que los borrachosdevorarosquilletas que están a un empujón de caer al agua mientras berrean: «Tú me dejaste caer, pero ella me levantó», como si todavía estuvieran en la discoteca o fueran ellos, y no Daddy Yankee, los artífices de esa canción.
Hoy Roy podría ser un monstruo de Frankestein si se lo propusiera, aunque sin ataúd.
El espejo alargado en el que está reflejada se habría roto, lo sabe ella y media Aconte, porque aún lleva puesto el vestido de Nochevieja, pero se durmió sin descalzarse esas botas mullidas de ir por casa que la novia de su madre le regaló por su cumpleaños —en pleno verano— y ahora acumulan una roña invencible. Desintegradas estarían mejor. «Y también lo estaría mi cara», piensa al descubrir entre sus rizos teñidos de turquesa que se ha convertido en una versión barata de Dos Caras. Una mitad muestra su piel oscura muy limpia, mientras que la otra parece el resultado de una mutación a mapache que ha salido mal y luego ha llorado durante la eternidad.
Lágrimas no, por supuesto, puro petróleo. ¿Con qué cojones se maquilló esta tía?
Y las emociones en carne viva solo espolean su… habilidad especial. Un eufemismo de primer nivel para lo que Beck pensó, en un principio, que eran alucinaciones provocadas por su ansiedad. Sin embargo, no alucina, pese a que solo ella posee esa curiosa percepción. Empezó tras aquel San Juan de hace año y medio y, desde entonces, es un sexto sentido que no ha parado de afinarse: sabe a quiénes pertenecen ciertas cosas, pues ve los nombres de sus dueños escritos sobre ellas como banderas de un lugar remoto, en el aire. Por ejemplo, a la altura del tirante de su vestido, que no oculta los dos lunares que parecen dos puntos en su hombro derecho, está inscrito «Rebeca» de la misma forma que se tallaría sin destreza en la corteza de un árbol.
Si le preguntara a su abuela, católica, apostólica y romana, le diría que es un ángel anunciador o una bendición de la Virgen. Y, en el peor de los casos, la reencarnación del demonio.
Si les preguntara a los amigos que perdió… Bueno, Eva sigue a su lado y está segura de que pediría llamar a algún exorcista. Mara se reiría a pleno pulmón porque nunca supo hacerlo a medias cuando estaba bien. Florence y Nina la tildarían de mentirosa, una siendo demasiado realista y la otra poniendo los ojos en blanco. Andre habría curioseado como buen sagitario. Y Zan solo la habría contemplado y, nerviosos por sosten