No está aquí.
No es su estilo llegar pronto, le gusta entretenerse, quedarse inmóvil ante un escaparate sin el menor interés, sin razón particular ni deseos de comprar, es una persona contemplativa, sobre todo cuando está solo. De forma general, no se pone nervioso ni deja traslucir sus sentimientos. En apariencia siempre está del mismo humor, hay que observarlo bien y conocerlo para detectar en él una señal susceptible de delatar una contrariedad; mi padre. Obviamente no tiene móvil, el teléfono no es para él, en casa solo responde si no queda más remedio y generalmente a gritos para cortar de raíz la menor tentativa de conversación, te paso a tu madre, y a ella, precisamente, vacilo unos minutos en llamarla, para que no se preocupe cuando le pregunte a qué hora salió mi padre, ella, que no tiene costumbre de estar separada de su marido y que es, contrariamente a él, de carácter muy ansioso.
Nuestro avión despega en menos de dos horas.
Recorro por quinta vez la terminal sur de Orly, llegué al alba tras pasar la noche en vela. ¿Cuánto tiempo llevo sin dormir? Quedamos en encontrarnos directamente en el aeropuerto. Yo tengo los billetes y los pasaportes con los visados, compruebo mi bolso cada diez minutos de media cuando salgo a fumar. No tendría que haber vuelto a empezar después de tantos años, es una debilidad, pero no siempre puede una ser heroica, yo lo soy cada vez menos, de hecho, cuando duermo sola, dejo encendida la luz del pasillo. No sé si me atreveré a fumar delante de mi padre, que lo dejó oficialmente hace tanto tiempo, aunque mi hermano esté convencido de que sigue haciéndolo a escondidas, yo todavía era pequeña, él fumaba negro, Gitanes, le iban bien, a menudo me mandaba a comprarle una cajetilla. Yo fumo rubio. Llevo un cartón en la maleta.
¿Dónde puede estar? ¿Le ha pasado algo, sabe qué hora es? ¿Lo hace a propósito? Debió de salir pronto, mis padres viven en una ciudad dormitorio a diez kilómetros de Troyes, ciudad de la que yo soñaba con huir desde muy joven y donde ambos desempeñaron toda su carrera de profesores en centros de formación profesional. Mi padre viene en su coche, que ha previsto dejar en el aparcamiento subterráneo, seguro que no ha dormido mucho más que yo a causa del viaje. Del miedo.
Han abierto la facturación.
Ante el mostrador de Air Algérie, se agolpan decenas de personas, se amontonan sin lógica ni orden, muchos ancianos con chilaba, señoras mayores con velo y las manos cubiertas de henna, con incontables maletas curiosamente atadas con cordeles. Hablan todos en árabe y es imposible comprender si a su manera forman una fila o están ahí porque el nombre de Orán parpadea en rojo por encima del mostrador, en los dos idiomas, francés y árabe, y eso constituye para ellos, para todos nosotros, un punto de referencia entre las tiendas occidentales del aeropuerto, nuestro común destino final.
Busco con la mirada entre esa multitud compuesta principalmente por hajjis1 si hay más europeos como nosotros, en ningún momento pensé que pudiéramos ser los únicos del avión, era muy previsible, pero hasta este momento me costaba, todavía, creerlo. Y sin embargo es verdad: hoy nos vamos a Argelia, llevo a mi padre a la tierra donde nació y de la que se marchó hace algo más de cuarenta y cuatro años, tierra en la que ahora ya es extranjero.
Cuando tuve la idea de este viaje, naturalmente propuse a mi madre que viniera, a mi hermano también, habría sido difícil no incluirlos en el proyecto, aunque se tratase de una tentativa utópica, deshonesta incluso, de diluir mi propio deseo, porque en el fondo no había peligro alguno, sabía que ninguno de los dos querría venir. Argelia asusta a mi madre, lo pintoresco de las anécdotas tantas veces repetidas durante las comidas en su familia política no atenúa la otra visión que tiene ella del país de orig