: Alexandre Dumas
: Amaury
: Books on Demand
: 9782322463121
: 1
: CHF 5.30
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 334
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Amaury es una novela romántica que trata sobre la temática de los celos en un París de los años 1839-1840. Amaury el personaje principal está completamente enamorado de Madeleine y quieren casarse. Sin embargo la enfermedad se instala entre ellos y los separa drásticamente. Esta novela, anterior a Los tres mosqueteros estuvo en el olvido más de un siglo y hoy merece un lugar entre las obras maestras de la novela sentimental.

Alexandre Dumas Davy de la Pailleterie, más conocido como Alexandre Dumas, y en los países hispanohablantes como Alejandro Dumas, fue un novelista y dramaturgo francés. Su hijo fue también un escritor conocido. Las obras de Dumas padre han sido traducidas a casi cien idiomas y es uno de los franceses más leídos. Varias de sus novelas históricas de aventuras se publicaron en formato de series, como El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, El tulipán negro y La Reina Margarita, entre otras. Sus novelas han sido adaptadas desde principios del siglo xx en casi doscientas películas. Escritor prolífico en diversos géneros, comenzó su carrera escribiendo obras de teatro. Escribió artículos en revistas y libros de viaje. Sus trabajos suman casi 100 000 páginas. Su padre, el general Thomas-Alexandre Dumas, era originario de la colonia francesa de Saint-Domingue, actual Haití, hijo del noble francés Alexandre Antoine Davy de la Pailleterie y de la esclava descendiente de subsaharianos Marie-Cessette Dumas. Además de ser hijo del general Thomas Alexandre Davy de la Pailleterie, lo era de Marie-Louise Elisabeth Labouret. Cuando tenía catorce años, Thomas-Alexandre fue llevado por su padre a Francia, donde se formó en una academia militar para después ingresar en el ejército francés, donde fraguó una brillante carrera. El rango aristocrático de su padre ayudó a Alejandro Dumas a comenzar a trabajar para Luis Felipe I de Francia. Después se dedicó a la escritura, en la que triunfó muy pronto. Décadas después, con el ascenso de Luis Napoleón Bonaparte en 1851, Dumas cayó en desgracia y se marchó a Bélgica, donde vivió varios años. Viajó a Rusia, donde residió años antes de trasladarse a Italia. En 1861 fundó y publicó el periódico L'Indipendente, que apoyaba el esfuerzo de unificación de Italia. En 1864, regresó a París.

Capítulo 1


 

Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.

No había más que ver a aquel jinete para clasificarlo entre los que, sirviéndonos de una palabra de la época, llamaremos lechuguinos. Era un joven que aparentaba tener unos veinticuatro años, y vestía con estudiada sencillez, que revelaba en él esos hábitos aristocráticos que se adquieren desde la cuna y que no puede crear la educación en aquellos que no los posean ya de un modo natural.

Forzoso es reconocer que su fisonomía estaba en perfecta consonancia con su apostura y su traje, y que no era fácil el imaginar facciones más elegantes que las de su rostro orlado de negros cabellos y negras patillas que le servían de marco y al que prestaba un carácter altamente distinguido la mate y juvenil palidez que lo cubría. Cierto es que dicho joven, último representante de una de las más linajudas familias de la monarquía, llevaba uno de esos antiguos apellidos que van de día en día extinguiéndose, hasta el punto de que muy pronto no figurarán ya sino en la historia. Se llamaba Amaury de Leoville.

Si del examen externo, esto es, del aspecto físico, pasáramos al del ente moral, veríamos en su sereno semblante reflejado fielmente su espíritu. La sonrisa que de vez en cuando erraba por sus labios como si a ellos quisieran asomarse las impresiones de su alma, era la sonrisa del hombre feliz.

Vayamos en pos de ese hombre privilegiado que recibió de la suerte, con el don de una ilustre prosapia, los de la fortuna, la distinción, la belleza y la dicha, porque es el protagonista de nuestra historia.

Salió de su casa al trote corto, y a este paso llegó al bulevar: dejó atrás la Magdalena, y tomando por el arrabal de San Honorato entró en la calle de Angulema.

Allí acortó el paso mientras fijaba con persistencia su mirada, que hasta entonces había vagado al azar, en un punto de la calle.

Lo que tanto atraía su atención era un lindo palacio situado entre un florido patio y uno de los extensos jardines, ya muy raros en París, que los ve desaparecer poco a poco para ceder el puesto a esos gigantes de piedra sin aire, sin espacio y sin verdor, llamados casas, con notoria impropiedad. Frente al edificio se detuvo el caballo, como obedeciendo a la costumbre; pero el joven, tras de lanzar una intensa mirada a las ventanas, que aparecían cerradas o imposibilitaban toda investigación indiscreta, siguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza y consultando con frecuencia el reloj como queriendo asegurarse de que no era aún la hora en que debían serle abiertas las puertas de aquella hermosa mansión.

No le quedaba otro recurso que el de matar el tiempo de algún modo. Desmontó, pues, en casa de Lepage y se entretuvo en romper algunos muñecos, cuya suerte corrieron después varios huevos, sirviéndole por último, de blanco, hasta las moscas.

Como los ejercicios de destreza aguijonean el amor propio, el joven, aun sin otros espectadores que los criados, estuvo cerca de una hora consagrado a este deporte. Después volvió a montar a caballo, dirigiose al trote hacia el Bosque de Bolonia, y habiéndose tropezado con un amigo en la alameda de Madrid le habló de las últimas carreras y de las próximas a celebrarse en Chantilly, y así conversando transcurrió otra media hora.

Encontráronse en la puerta de San Jaime con un tercer paseante, el cual, recién llegado del Oriente, les relató de un modo tan interesante la vida que había llevado en el Cairo y en Constantinopla, que en tan amena conversación pasó una hora o quizá más. Entonces nuestro héroe ya manifestó impaciencia, y despidiéndose de sus amigos, se dirigió al galope a la esquina de la calle de Angulema que da a los Campos Elíseos.

Detúvose en aquel sitio, consultó el reloj, y viendo que señalaba la una, se apeó, dejó el caballo a cargo del criado, adelantose hacia la casa ante cuya fachada se había detenido tres horas, y llamó a la puerta.

Si Amaury hubiese abrigado algún temor, no habría dejado de parecerle bien extraño a quien hubiere observado la sonrisa con que le