Primer día
Un nuevo amigo con e
Salió del hotel y miró a su alrededor. Cuando se dio vuelta a su izquierda, unos metros más allá, vio dos hombres que por la manera en que se movían, le parecieron policías vestidos de civil. Habían agarrado a un muchacho muy joven a quien, después de esposarlo y golpearlo en el estómago, lo empujaron a la fuerza hacia dentro de un carro que los esperaba con el motor encendido, el cual rápidamente desapareció en el tráfico de la ciudad. Todo había sucedido en pocos segundos. Nadie intervino; algunos se quedaron inmóviles, como petrificados, otros se alejaron velozmente, sin mirar.
Su viejo instinto de cazador, que de cuando en cuando reaparecía de repente, le había aconsejado no meterse en el asunto. Cogió en dirección contraria, hacia el Parque Central, como le había sugerido el portero del hotel. Pensaba llegar hasta ahí, tomar algo y coger un taxi para conocer un poco la ciudad y empezar a ambientarse.
—¿Adónde va míster Hammett? —le preguntó un desconocido que, sin darle tiempo de contestar, lo tomó por el brazo, como si fueran viejos amigos.
El hombre le sonrió amablemente y añadió:
—Soy un gran admirador suyo. Nunca hubiese imaginado que pudiera conocerle personalmente.
El tipo hablaba de manera amistosa, mientras masticaba ansiosamente un chicle, y se movía con mucha seguridad.
—Es que estoy intentando dejar de fumar —dijo el hombre cuando se dio cuenta que su acompañante lo observaba con detenimiento.
Era alto, medía poco más de un metro ochenta centímetros. Tenía el rostro quemado por el sol y, cuando sonreía, mostraba una dentadura blanca y perfecta. Vestía de manera impecable: traje azul claro de dril, muy elegante y hecho seguramente a medida, corbata del mismo color sobre una camisa blanca, sombrero gris de ala ancha y zapatos negros que brillaban a la luz de sol.
—Yo no lo conozco.
—Eso no tiene importancia, míster Hammett. Ahora vamos a tomarnos una cervecita. Hoy el calor es insoportable.
Siempre pegado a su lado, el hombre, con la mano libre, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.
—La Habana es una ciudad hermosa. Y sería perfecta si no fuera por este maldito calor.
—¿Puede soltarme el brazo? No tengo ninguna intención de escaparme —dijo el hombre que el otro llamaba míster Hammett.
—¡Oh, disculpe! Tiene razón. Además,