Mi época
Voy a hablarles de mi época, no de mi vida. Siento muy escasa inclinación, o incluso ninguna, por darles una conferencia autobiográfica. Sin duda a veces me ha acometido el deseo, después de tantos libros que he hecho con mi vida, de hacer de ella un libro y contar mi biografía, pero sólo he atendido ese deseo de manera muy ocasional y fragmentaria, únicamente en un marco muy limitado, sólo para contar a los amigos, y puede que a mí mismo, la gestación de esta o aquella obra. Quizá no ame mi vida lo bastante como para servir de autobiógrafo. Hace poco leía que en Alemania, donde hay mucho «name calling», un gremio clerical había negado a mi obra toda condición cristiana. Eso ya es algo grande, despierta toda clase de recuerdos. Pero en mi propio caso tengo especiales dudas... que se refieren menos al contenido de mis escritos que al impulso al que deben su existencia. Si es cristiano sentir la vida, la propia vida, como una culpa, una deuda, un deber, como objeto de inquietud religiosa, algo necesitado urgentemente de reparación, salvación y justificación, entonces los teólogos no tienen tanta razón en su postura de que yo soy el arquetipo del escritor a-cristiano. Porque pocas veces el desarrollo de una vida –por juguetón, escéptico, artístico y humorístico que parezca– habrá surgido tanto, desde el comienzo hasta su próximo final, de esa temerosa necesidad de reparación, purificación y justificación, como mi personal y tan poco modélico intento de ejercer el arte.
Probablemente la Teología no considere en absoluto el esfuerzo artístico como un medio de justificación o redención, y es probable que incluso tenga razón al no hacerlo. De lo contrario, uno volvería los ojos hacia la obra hecha con más complacencia, con más tranquilidad y benevolencia. En realidad, el proceso de pago de deudas, ese impulso –que a mí me parece religioso– de reparar la vida con la obra, se prolonga en la obra misma, porque en ella no hay descanso ni satisfacción, sino que cada nueva empresa es el intento de responder por la anterior y por todas las anteriores, de pulirlas y reparar sus insuficiencias. Y así será hasta el final, cuando se dirá, empleando las palabras de Próspero: «And my ending is despair», «la desesperación es el fin de mi vida». Entonces, como para el mago de Shakespeare, sólo quedará un consuelo: el de la Gracia, el más soberano de los poderes, cuya proximidad ya se sintió en la vida con asombro a veces, el único al que corresponde considerar compensadas las deudas...
Les ruego que no olviden que sólo digo todo esto para explicar mi aversión hacia la autobiografía, es decir, en contra de la idea de hacer directamente que mi vida sea objeto de mi escritura y de mi palabra. Sin embargo, cuando hablo de «mi época» no puedo evitar tener en mente dos cosas distintas: la época y el período de la Historia que formó el marco de mi vida como individuo y cuyo testigo es el tiempo que me fue dado, el reloj de arena que me pusieron, y en cuya parte alta queda tan poca arena –que escurre en fino chorro por el embudo– que habría que asustarse si el tiempo no fuera algo tan singularmente exquisito y pleno que muy poco de él siempre es mucho. No será posible mantener del todo apartado de la contemplación de mi época el «yo» autobiográfico, porque una mirada sobre ella será, lo quiera o no, una mirada sobre mi vida.
A los setenta y cinco años, Goethe le dijo a Eckermann: «Tengo la gran ventaja de haber nacido en una época en la que los mayores acontecimientos mundiales estuvieron a la orden del día, y se extendieron a todo lo largo de mi larga vida, de manera que fui testigo vivo de la Guerra de los Siete Años, enseguida de la separación de América de Inglaterra, de la Revolución Francesa y po