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La noche todavía mandaba en Burgos el 7 de junio del 2004 cuando, sobre las 5.30 de la madrugada, un hombre introdujo la llave en la puerta de un domicilio en la calle Jesús María Ordoño 14, 5.º A. La giró con cuidado para no hacer ruido y entró en la vivienda. En el interior dormían tres personas. Salvador Barrio, de cincuenta y tres años, su mujer, Julia Dos Ramos, de cuarenta y siete, y el hijo de ambos, Álvaro, que en unos días cumpliría los doce años.
Ese mismo lunes 7 de junio, muchas horas después, Domitila Barrio, tía de Salvador, echó de menos a su sobrino. Era su vecina en el edificio de Burgos, y también en la localidad burgalesa llamada La Parte de Bureba, donde a él lo habían elegido alcalde presentándose en las filas del PSOE. Ella pasaba unos días de vacaciones en el pueblo y le sorprendió que su sobrino no diese señales de vida en todo el lunes. Nunca antes había tenido una ausencia así. Y sin avisar. Salvador acababa de comprar una cosechadora nueva y tenía que llevarla al pueblo. El hombre era de palabra. Algo tenía que haber pasado. El desasosiego anidó en Domitila. Preocupada, llamó por teléfono a Salvador, pero no le cogió. Luego intentó comunicarse con su mujer Julia. Tampoco obtuvo respuesta. La angustia crecía con cada tono de llamada. Insistió varias veces, no fuera a ser que no lo hubiesen oído. Sin éxito.
Sabía que Salvador había planeado recoger la cosechadora ese lunes en la tienda, así que se comunicó con el concesionario Arcasa Motor. Preguntó si su sobrino se había acercado a por ella, pero le contestaron que la máquina todavía estaba allí, esperando. Le explicaron que había quedado en ir a primera hora, estaban a punto de cerrar y todavía no se había presentado. La mujer se asustó mucho. Con la angustia instalada en el estómago, comenzó a llamar a los hospitales de Burgos. En ninguno le dieron noticias de Salvador, Julia y Álvaro.
—Ya por la noche, sobre las 23.00, Domitila me llamó a mí —contó Juan Pedro, traumatólogo y primo tercero de Salvador, con el que en un primer momento la Policía creyó que tenía buena relación—. Me dijo que estaba muy preocupada porque llevaban todo el día llamando a Salvador. El teléfono daba tono, pero no contestaba nadie. Además, su sobrino se había comprometido a recoger una cosechadora nueva que había comprado y en la tienda no tenían noticias de él. Me explicó que se había puesto en contacto con una vecina de la casa de Burgos. Le pidió que llamara a la puerta insistentemente. Lo había hecho, pero nadie respondía. Me repitió una y otra vez que estaba convencida de que algo malo había ocurrido, quizá un accidente. Soy traumatólogo y vivo en Burgos, así que por mi cuenta hice algunas gestiones con los hospitales de la ciudad para ver si Salvador o algún otro miembro de su familia, Julia o Álvaro, habían ingresado en los servicios de urgencias, pero nada.
Todas las gestiones fueron negativas.
—Con el paso de las horas y como seguíamos sin noticias de Salvador, Domitila me anunció que se venía para Burgos. Que ella tenía llaves del domicilio —continuó narrando Juan Pedro a los investigadores—. La iban a acompañar José, su marido, y otros dos familiares de Salvador. Quería saber si había pasado algo y, en caso de que el domicilio estuviera vacío, tratar de buscar pistas de su paradero. Fijamos una hora y mi mujer y yo les esperamos en la puerta del garaje de la casa de Salvador. Sería la 1.45 de la madrugada del día 8 de junio cuando llegaron. Entramos por el garaje. Lo primero que comprobamos fue que el coche de Salvador estaba aparcado en su plaza. Miré un momento por la ventanilla y me fijé que en el asiento delantero derecho había tiradas unas llaves. Nada más. Después subimos todos a la casa en el quinto piso.
El ascensor era pequeño, así que subieron en dos viajes. Los seis se aglomeraron en el rellano, tocando el timbre insistentemente y dando golpes con los nudillos en la puerta. Sin éxito. A ratos hablaban, a ratos se callaban para tratar de escuchar si nacía algún ruido del interior del domicilio. A través de la puerta solo les llegaba el silencio.
—Como no conseguíamos nada, se me ocurrió llamar a Salvador al móvil —siguió explicando Juan Pedro—. Escuchamos como su teléfono canturreaba en el interior de la casa. Entonces, José, el marido de Domitila, tomó la iniciativa. Cogió la llave que tenía y abrió la puerta.
El primer impacto visual debió de ser brutal y profundamente desasosegante.
—Todos vimos manchas de sangre sec