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CARPINTERÍA
La carpintería está en la calle Tamarit, cerca del mercado de San Antonio, y en verano no tiene puertas y la actividad de los que allí trabajan es un espectáculo fascinante para los peatones. Llama su atención el ritmo persistente del serrucho, el vaivén mordiente del cepillo y los martillazos que, precisos y contundentes, hunden los clavos en su sitio; y los retiene boquiabiertos el olor de la madera recién cortada, y del serrín que alfombra el suelo, mezclado con el olor seductor de la cola. Les encanta la seria concentración de los tres hombres que se afanan en la construcción de mesas o sillas, el viejo José, y más allá su hijo Jesús y, de aprendiz, a lo mejor alguno de los apóstoles.
—No, no, por favor, señora, quédese afuera, que le podemos hacer daño. Va, por favor, que estamos trabajando.
Alguien se queda con ganas de decir: «Pues acaba de entrar un chico y nadie le ha dicho nada». Les preguntarían, sorprendidos: «¿Un chico?». Tal vez el apóstol haría una señal con la cabeza: «Sí, Caramba ya está en el Repaire».
A este punto de encuentro lo llaman «el Repaire».
Caramba siempre pasa sin hacerse notar. Un personaje grotesco con mono de mecánico, gorra demasiado grande, gafas de montura de pasta y botas militares, que desprende una energía electrizante. Es una mujer furiosa, de cejas fruncidas, mirada intensa y boca comprimida, que quiere exhibir la autoridad dominadora de un hombre, pero también podría ser un niño asumiendo el papel de macho dominante en un medio hostil.
Ya hace rato que ha atravesado la puerta del fondo, la que da al gran almacén donde se guardan tablones, listones y planchas y contrachapados y rejillas y los asientos de mimbre que les traen de la calle del Comercio, y los muebles terminados, y los que están a medias, y los trastos estropeados que tienen que restaurar, y en este decorado estrafalario abronca en francés a Sablon y a Théo. En un primer momento, cuando habla, cada una de sus réplicas parece una provocación.
—¿Por qué demonios tuvisteis que matarlos? —«Pourquoi diable avez-vous dû les tuer?», Caramba habla muy bien el francés—. ¿Cómo se os ocurrió? No eran enemigos de importancia.
—¿Ah, no?
—Se habrían rendido al ver la primera pistola. Son eso que los del servicio secreto alemán llaman sombras,schatten, personal de a cuatro pesetas la hora, gente para todo, siempre disponible y que no hace preguntas, pero no les pagan para ir armados ni para jugarse la vida.
—Estos iban armados y no se rindieron al ver la primera pistola. Nos dispararon. Y nosotros nos defendimos. ¡Y estamos en una guerra, Caramba!
—No me grites.
—¿Sabes para qué me han enviado aquí? —protesta Sablon, recurriendo a su dignidad de militar—. Para desenmascarar, contrariar y destruir la organización enemiga donde sea posible: estas son las palabras que usaron. Y aquellos cuatro tíos eran peligrosos. ¡Reclamo mi autonomía de acción! —A Sablon no le gusta cómo le habla esta chica tan poca cosa, pero debe respetarla porque ella tiene el mando.
Caramba cede a disgusto. Después del pronto colérico inicial para hacerse respetar, siempre hace un esfuerzo por dominarse. Suspira. No sirve de nada continuar discutiendo.
—Bueno, basta ya. A lo hecho, pecho. —Se vuelve hacia las cajas amontonadas en un rincón y cambia de tono y de tema—. Me han dicho que os hicisteis con un cargamento importante.
—Ya lo creo —exclama el francés, aceptando la tregua—. Fuimos hasta la Borda de Rigall y allí pudimos ver que se había hecho un intercambio de cargamentos. Es un viejo edificio de dos pisos abandonado, de paredes de piedra medio ruinosas, pero la puerta está cerrada con candado. Pajar en el piso de arriba y corrales en el de abajo. Puede servir perfectamente como almacén. Había roderas de al menos seis camiones y huellas de carretillas yendo y viniendo. Vimos círculos en el suelo, marcas de bidones de cincuenta litros que probablemente contenían gasolina. Y más de uno, y de dos, y de tres. ¿Qué significa?
—Provisión de submarinos.
—Y el contenido de e