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Pogromo
Ciudad Real, 6 de octubre de 1474 (6 Tishrei 5234,sabbat)
Las últimas luces del día se esforzaban por permanecer en el horizonte, pero el viernes judío se agotaba por instantes y dejaba paso alsabbat, el día para santificar al Señor. Las mujeres que aquella tarde se encontraban en la casa de Sancho de Ciudad encendieron las velas y las luces de los candiles antes de la puesta de sol. El sábado, la mecha de las lámparas se preparaba de forma especial para que durase más de lo habitual. Lasmitzvot prohibían encender luces y hacer fuego durante todo el día; por eso, durante los últimos instantes del viernes, prepararon una buena lumbre con la que mantener caliente la comida y unas luminarias duraderas con las que alumbrarse durante la cena y parte de la noche. Las mujeres habían aprendido de Mara, la cerera, que, echando una pizca de sal al aceite de los candiles, se conseguía mantener encendida su llama durante más tiempo.
Desde niña, Teresa de Ciudad había oído decir que, cuando se encendían las velas desabbat, la mujer revelaba la energía divina presente en su alma, en su hogar y en toda la Creación. Aquella enseñanza la hacía sentirse importante cuando las noches del viernes las mujeres solteras encendían su vela junto a las dos luminarias que les estaba permitido encender a las casadas.
Por la tarde, Teresa ayudaba a la cerera y a su madre, María Díaz, la esposa de Sancho de Ciudad, a preparar lajalá, el pan ácimo con el que acompañarían las tres comidas del sábado.
—Creo que ya es hora de que penséis en buscarle un buen esposo a Teresa, porque, a su edad, ya debería encontrarse casada y haber traído algún que otro hijo al mundo —dijo la cerera mientras las tres mujeres heñían la masa de pan en una mesa junto a la lumbre.
—¿Qué hay de lamitzva que no permite hablar de negocios en sábado? —protestó la joven antes de que pudiera responder su madre.
—No es bueno que la mujer esté sola, y tú, niña, deberías ser la primera interesada en que tu padre te busque marido.
Las dos mujeres eran amigas desde niñas. A Mara la conocían como «la cerera», el oficio de su primer marido; superaba en fe y devoción a la mayoría de los judíos, aunque que se había convertido a la fe cristiana obligada por las circunstancias. Pese a su conversión, todos la consideraban una auténtica judía: respetaba lasmitzvot establecidas por la Torá y la tradición y servía de guía espiritual y consuelo a otras conversas.
Desde el comedor de al lado alguien reclamó la presencia de Teresa, y la joven acudió al instante. Salió de la cocina sin decir palabra, pero reprendió con la mirada a las dos mujeres con la certeza de que seguirían hablando de ella en su ausencia.
—No habría sacado el tema si no fuera po