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Un violín quebradizo llora desde hace días la muerte de un hombre libre. Sus notas lanzan una melodía tan tenue que esta mañana apenas alcanzaban la orilla civilizada del Misisipi. Imagino que el difunto arrastrará siempre la fama de hombre feroz y extravagante, pero los que le conocimos no ignoramos que, ante todo, y digan lo que digan, don Manuel Lisa fue una buena persona. En realidad, por aquí todos le llamábamos «Manuel», o «Capitán», por los años en que lideró la compañía de comerciantes más próspera de Norteamérica.
Lamento de todo corazón ser el último de nosotros con vida. Habría sido más fácil entender esta historia si la hubiese escrito cualquier otro. Pese a ello, si estáis leyendo estas líneas, es porque, nada más volver de su sepelio, he decidido dejar constancia de quién fue Lisa y quiénes fuimos los que le seguimos.
Aunque español en origen, su verdadera patria fue siempre la frontera, y, con ella, cualquiera de los horizontes que visitamos los años en que hicimos del mundo indómito y salvaje nuestro auténtico modo de vida. Manuel, que en paz descanse, admiraba la curiosidad frente al resto de las virtudes, y sabía hallar fortuna en la libertad absoluta que le confería su oficio. Tal vez por eso tuvo siempre la valentía de aventurarse en lo desconocido de nuestro continente; de soñar con un mundo nuevo.
Los primeros recuerdos que vienen a mi cabeza —y más ahora que en estas páginas trato de narrar cómo ocurrió todo— son de la primavera de 1807. Si cierro los ojos, casi puedo ver a Manuel esperándome en un pequeño banco de la ciudad de San Luis. Yo llegaba a caballo, tras cuatro días de penurias que ahora no procede contar. Allí estaba él, manos en los bolsillos y rostro inquieto tras una chalina de paño grueso. La enorme espalda apoyada en el respaldo de roble. Las piernas cruzadas, la una sobre la otra. Recuerdo pensar que estaba en plena forma. Era un hombre imponente, bastante alto, fuerte y poseedor de unos penetrantes ojos marrones. Aquel día iba debidamente arreglado según la moda de la época: frac negro con cuello de piel y sombrero de copa, aunque el pelo negro enmarañado y las botas altas anticipaban en su aspecto costumbres más de campo que de ciudad.
Me acerqué. Se levantó lentamente. Pese a la voluptuosidad de sus patillas, no me fue difícil discernir que la herida fea que le recordaba en el cuello se había tornado en cicatriz. Pocos sabrán que se la hizo en la emboscada más famosa del año 1801, nada más arrancado el siglo. Una expedición de veinte españoles volvía exitosa a Nueva Orleans tras pasar el otoño cazando castores en el curso medio del río Misisipi. Al parecer, la niebla les hizo acampar en un lugar poco aconsejado, y los indios arikaras defendieron su territorio degollando, uno tras otro, a aquellos hombres cristianos. Que se sepa, solo dos lograron escapar a semejante barbarie. Manuel Lisa fue uno de ellos. Cuentan que, en plena emboscada, se dejó caer bosque abajo, entre la maleza, esquivando los hachazos de los nativos. Por pura fortuna encontró malherido a su hermano, escondido tras un arbusto. Retrocedió unos pasos, aupó el cuerpo sobre sus hombros y le convirtió así en el segundo superviviente de la velada.
Mi padre era aquel afortunado. Joaquín Lisa. Lo que convierte a Manuel en mi tío. Ambos fueron compañeros de incursiones durante muchos años; compartieron no solo un lazo de sangre, sino también una de esas hermandades propias de haber vivid