CAPÍTULO I. La Prueba Inicial
1
Estábamos hoy emocionados esperando nuestra primera lección con el director Tortsov. Pero entró a nuestra clase solo para hacernos el inesperado anuncio de que, para conocernos mejor, quería que le diésemos una demostración en la cual interpretaríamos para él fragmentos de obras escogidas por nosotros mismos. Se propone vernos en las tablas, teniendo el decorado al fondo, maquillados, en carácter, tras las candilejas, y con todos los trastos de la escena. Solo entonces –dijo– le sería posible juzgar de nuestras aptitudes dramáticas.
Al principio, pocos estuvieron de acuerdo con la prueba propuesta. Entre estos estaba un chico rechoncho, Grisha Govorkov, quien ya había actuado en pequeños grupos; una rubia alta y bonita, Sonya Veliaminova, y un mozo vivaz y ruidoso llamado Vanya Vystsov.
Gradualmente, todos nos hicimos a la idea del intento; las brillantes candilejas se hicieron más tentadoras, y pronto nos pareció la función propuesta útil, interesante, y hasta necesaria. En la elección, yo y dos amigos míos, Paul Shustov y Leo Pushchin, nos mostrábamos modestos pensando en el vodevil o en la comedia ligera. Pero a nuestro alrededor sonaban grandes nombres: Gogol, Ostrovski, Chejov, y, sin proponérnoslo, llevamos adelante nuestra ambición llegando a pensar en algo romántico, en carácter, y escrito en verso.
Me tentaba la figura de Mozart; a Leo, la de Salieri, en tanto que Paul pensaba en Don Carlos[1]. Comenzamos luego a discutir a Shakespeare, y yo escogí a Otelo. Paul, entonces, estuvo de acuerdo en hacer Yago, y todo quedó decidido. Cuando dejamos el teatro, se nos dijo que el primer ensayo estaba fijado para el día siguiente.
Llegué a casa, tomé mi ejemplar deOtelo, y acomodándome en el sofá abrí el libro y empecé a leer. Escasamente había leído dos páginas cuando me asaltó el deseo de actuar: a pesar de mí mismo, mis manos, brazos, piernas, la cara, los músculos, y algo dentro de mí, me llevaba a moverme. Comencé a recitar el texto. De repente, descubrí una plegadera de marfil, y la ajusté al cinturón como una daga. Mi afelpada toalla de baño hacía un buen turbante. De mis sábanas y ropa de cama improvisé una especie de camisa y una túnica, y mi sombrilla hacía las veces de una cimitarra. Pero no tenía escudo. Entonces recordé que en el comedor, contiguo a mi cuarto, había una gran bandeja. Ya con un escudo en la mano, me sentí todo un guerrero. No obstante, mi aspecto general era todavía de persona civilizada, moderna, en tanto que Otelo, siendo africano de origen, debía tener en él algo que indicara la vida primitiva, algo como de fiera, un tigre quizás. Y a fin de recordar, de sugerir el modo de conducirse de un animal, comencé toda una serie de ejercicios.
En muchos momentos me sentí verdaderamente satisfecho. Casi cinco horas había trabajado sin que me diera cuenta de cómo había pasado el tiempo. Para mí, esto hacía evidente que mi inspiración era real.
2
Me levanté más tarde que de costumbre. Me vestí deprisa, y me lancé a la calle camino al teatro. Apenas hube llegado al salón de ensayos, donde todos esperaban